sábado, 31 de octubre de 2015

Carta abierta e indirecta a la Escuela de Historia de la UIS (o el mínimo homenaje a Gloria Rey)

Todos los historiadores de la UIS (Universidad Industrial de Santander), si a alguien llevamos en el corazón es a la maestra Gloria Rey Vera. Y cuando digo todos es todos, porque Gloria Rey ayudó a fundar la Escuela en los tiempos de Armando Gómez Ortiz (qepd), y por tanto nos dio clase a todos, sin contar aquellos estudiantes de otros programas que vieron con ella materias electivas. Recuerdo que Gloria siempre tuvo el balance perfecto entre la seriedad y rigurosidad académicas, la sabiduría y un corazón tan grande que allí cupimos, y a lo mejor cabemos hoy todavía, todos los que fuimos sus estudiantes. Cómo no recordarla siempre, si de sus labios todos los egresados de la escuela escuchamos, quizás por primera vez, esos clásicos términos de gabinete como “La paz de Westfalia", "La Comuna de París" o "El Tratado de Versalles", y gracias a ella también incursionamos en autores como Eric Hobsbawn, Giuliano Procacci, Maurice Druon y su saga de Los reyes malditos; y por supuesto, leímos con asombro lo narrado en el capítulo XXIV de El Capital. ¿Cómo olvidar, ¡por Dios!, aquella lectura paralela de El perfume o el miasma, de Alain Corbin, y la novela casi homónima de Patrick Suskind? Un auténtico delirio histórico-literario. Como si fuera poco, a nadie más le he escuchado yo, como si de poesía se tratase, citar el 18 brumario de Luis Bonaparte. Para que el lector ajeno a la escuela entienda mejor, Gloria fue nuestra Diana Uribe. Podría extenderme en agradecimientos y loas a nuestra querida maestra, en recuerdos académicos absolutamente placenteros (y me siguen llegando: El Mediterráneo de Braudel). Sin embargo, mal haría yo en quedarme en esa enumeración cuando lo que pretendo es gritar que hoy la Escuela de Historia quiere segarlos de un tajo, haciendo a un lado a quien, justamente, ha sembrado el amor por la disciplina en todos aquellos que hemos pasado por sus aulas. Otros también lo hicieron, por supuesto, pero el sello tan particular de Glorita no es transferible. Gloria es hoy víctima de un modelo perverso, depredador, que se niega a reconocer la dignidad de muchos de quienes se dedican a la academia entregándolo todo, hasta la misma previsión de futuro; quizás. Gloria, en efecto, entregó todo su conocimiento a no sé cuántas cohortes de historiadores (y ella también debe haber perdido la cuenta), pese a que en términos contractuales siempre fue tratada como de tercera. Pero quizás ni sea culpa de la Escuela, en un sentido estricto. Varios de quienes fuimos sus estudiantes hoy somos presa del mismo modelo macabro de la “hora cátedra” que da al docente un salario que no alcanza, que hay que completar de algún modo por fuera, y solo durante ocho meses, sin importarle a la institución un pito que este tenga doce meses de gastos. No obstante, se espera del (la) docente disponibilidad cada nuevo periodo académico, y se le carga con innumerables funciones y compromisos por fuera de las horas pactadas. Y por supuesto, no queremos repetir su historia. Por eso digo que era (¿es?) tratada como de tercera. Por ejemplo, fui testigo del momento en que Glorita se enteró de la muerte de Armando Gómez Ortiz, de su cara de profundo dolor y de su llanto contenido. Ese día, por supuesto, no hubo clase. Él, según entiendo compañero desde las épocas de la Patricio Lumumba, pese a que la vida no le alcanzó para disfrutar de su pensión, alcanzó a jubilarse. Después lo hicieron otros colegas suyos: Jairo Gutiérrez Ramos, Liliana Cajiao, Armando Martínez Garnica. Al día de hoy a lo mejor otros ¿Leonardo Moreno, Amado Guerrero? estén también en uso de su buen retiro, como es justo. Pero para Gloria Rey, pese a merecerlo tanto como sus colegas, pese a ser tan buena como ellos o hasta mejor (o al menos más memorable) que algunos, eso no ha sido ni será. Además, hasta donde entiendo su despido ha sido carente del mínimo decoro y reconocimiento que demanda la dignidad de quien ha entregado tantos años a la escuela. Gloria merecería un premio Toda una vida o algo así, pero la Escuela le niega hoy lo mínimo que puede darle: trabajo. Profe, en las decisiones que le corresponden a la Escuela poco podemos intervenir quienes estamos fuera y lejos de ella, pero sí tenemos la obligación moral del respaldo, del reconocimiento, la gratitud eterna, la solidaridad. ¡Gracias infinitas! estamos con usted. Espero poder decírselo mirándola a los ojos.

jueves, 14 de mayo de 2015

¿El fin de los taxis?

Soy hijo de un taxista. En ese sentido, mi crianza, buena parte de mi estudio, comida y vestuario en mi infancia, adolescencia y primera juventud se los debo al dinero que produjo el taxi que mi papá manejaba doce horas diarias con descanso únicamente para hacerle mantenimiento al carro y los jueves santos, sagradamente. Como varios de mis hermanos, fui taxista apenas me hice bachiller, aunque solo por unos meses. Hoy, sin embargo, los taxistas distan mucho de lo que fue mi viejo y nosotros mismos en nuestro breve paso por el oficio. Él estuvo lejos de ser un modelo a seguir, pero al menos se ofrecía a subir los paquetes y mercados, jamás dijo “yo por allá no voy” o preguntó antes ¿para dónde va?, y mucho menos, (sobre todo esto) salió de la casa sin dinero sencillo para dar cambio. Es decir, fue la antítesis de los taxistas (al menos los de Bogotá) de hoy día.
Pero además del mal comportamiento de un número significativo de taxistas, y que incluye junto con lo anterior atravesarse en las intersecciones, parar en seco en vías rápidas, pasarse semáforos en rojo, etc., el del taxi parece un modelo de negocio agotado, a punto de dejar de existir. Mucho se discute por estos meses, sin embargo, acerca del difuso límite entre la legalidad y la ilegalidad en el que se encuentra Uber, un modelo de negocio diferente que a punta de buen servicio está desplazando la preferencia de los clientes de los taxis. Sin embargo, se le tilda de ilegal, en contraste con la legalidad de los tradicionales taxis. Veamos qué tan cierto puede ser. Los taxis mueven a diario, solo en Bogotá, entre seis mil y diez mil millones de pesos, en efectivo, sin ningún tipo de control. Dinero que no pasa por el sistema financiero, que no expide una sola factura, al que no se le aplica retención, ni impuesto, ni trazabilidad alguna. De hecho, la cifra es una especulación, pues es imposible de medir con exactitud. A los conductores de Uber, en cambio, las comisiones ganadas les son consignadas en el sistema financiero y a los clientes les es cobrado el servicio a través de tarjeta de crédito. En otras palabras, no se maneja efectivo, y confesémonos, no hay peor miedo en Bogotá que subir a un taxi y confesarle al conductor que uno tiene un billete de $50.000 para pagar el servicio. ¿Quién tiene más legalidad entonces? Y como si eso fuera poco, el cupo del taxi, que no incluye el valor del vehículo y cuesta alrededor de $80.000.000, no es un activo ni un título valor, y no se expresa como tal en la declaración de renta. Y a esa falta de regulación se le suma la infiltración de delincuentes en el oficio de taxista. El caso más sonado es el del agente de la DEA James Terry Watson, víctima del paseo millonario y posterior asesinato el 21 de junio de 2013 a cargo de una execrable banda organizada de ladrones y asesinos que hacían sus fechorías desde el timón de un taxi. La mentalidad criminal de la madre de uno de ellos le alcanzó para decir ante las cámaras, en pleno furor de la noticia, que su hijo homicida era muy de malas, que esta vez el pasajero “le había salido gringo”. Por solo esa afirmación ella también debería estar en la cárcel, pues debe estar criando a sus nietos como criminales. En fin.
Pero hay más. Muchos de los que no son delincuentes en otras lides, arreglan el taxímetro para cobrarles más de lo que el servicio vale a los turistas y a los que, sin serlo, se dejen. Ello que no deja de ser, en esencia, otra conducta delictiva. En Uber, en cambio, no hay posibilidad de esas conductas, y además, la exigente selección de conductores impide o al menos dificulta la infiltración de delincuentes. La legalidad de Uber podrá entonces estar en trámite, pero en legitimidad se lleva a los viejos taxis en los cuernos. Veamos más razones. En los taxis cada quien es una isla aparte, y si bien se muestran solidarios ante algunas dificultades (nada peor que estrellarse contra un taxi), en lo demás son competencia directa uno del otro, aunque algunas aplicaciones hacen hoy un mercadeo diferente del servicio. Uber, en cambio, es uno de los modelos de negocio del siglo XXI. Antes, en la época de taxista de mi padre (que es no hace mucho) quien quisiera montar una empresa de transporte debía contar con el capital suficiente para comprar el parque automotor necesario según el tipo de transporte y toda la parafernalia necesaria para su operación. Hoy, en cambio, los negocios se hacen a partir del apalancamiento, un concepto poderosísimo en la nueva economía. Veamos: Uber hace un desarrollo tecnológico importante, pero en lo demás se apalanca: para la operación, en los propietarios de los vehículos y conductores (que son los mismos en una proporción mayor que en los taxis), y para la publicidad, en los usuarios, a través de un modelo que comparte un parte mínima de las utilidades. Cada vez más modelos de negocio ponen en práctica el compensar a quienes recomiendan el bien o servicio, pues se han dado cuenta de que el voz a a voz es una herramienta de marketing impresionante. Y para que puedas comprobarlo, si bajas la aplicación a tu teléfono celular ahora mismo y escribes allí el código promocional XB9TC, obtendrás tu primer viaje gratis y un código promocional propio que podrás compartir y obtener, por cada nuevo usuario que lo use, un viaje gratis. En pocas palabras, todos felices, cosa que rara vez pasa cuando se usa un taxi.

lunes, 20 de abril de 2015

Diatriba contra los smartphones

(Por estos días, en los que cada semana salen dos o tres nuevos teléfonos al mercado, viene bien una retrospectiva al respecto de cuánto han cambiado estos aparaticos) Hace dos años, por estos días, caí en la tentación de pasarme del lado de los usuarios de smartphone. Antes de dejarme crear la necesidad de un teléfono diferente, de creer que mi flecha de siempre ya no era suficiente, de dar el salto de la mula al jet; duré, como la mayoría de colombianos, quince años con teléfono convencional. Lo más lejos que había llegado era a tener pantalla a color y una camarita que era parecida a mi anterior mujer, es decir, de baja fidelidad. Me demoré un poco más que muchos en hacer esa transición, quizás porque considero que desde su invención el teléfono ha sido una manera excepcional de irrumpir en la privacidad de alguien, de ser inoportuno, y nunca ha sido de mis afectos. De hecho, con toda esta revolución que ha tenido el uso del teléfono, estoy convencido de que llegó el momento de empezar a repensar su nombre, pues la carga semántica que tiene, con hondas raíces en la etimología, se extravió por el camino. Veamos: tele significa lejos y fono significa voz, es decir es un aparato que nos permite escuchar la voz del que está lejos, de la misma manera que el telégrafo nos permitía escribir y nos permite aún hoy ver el telescopio, es decir: desde lejos. Pero ahora no es ni tele ni fono, y alrededor de una mesa de juntas uno puede ver a los ahí sentados, en un acto de grosería infame, chatear con el vecino a propósito de lo aburrida de la presentación o el mal gusto del orador para las corbatas, de modo que ni voz ni desde lejos. En fin, ya montado entonces en mi android, en este par de años año han desfilado por él quizás un centenar de aplicaciones, casi siempre alentado en buen modo por mi hijo de siete años. Algunas han estado instaladas por unos minutos, otras por unas horas o unos días, y de todas ellas apenas tres o cuatro sobreviven. Empecé por bajarle a mi hijo el clásico Talking Tom, de puro simpático que me parecía el gato remedador, pero terminó perdiendo su simpatía y hartándonos a todos en cuestión de pocos días. No sé cómo harán para trabajar quienes llevan en su Smartphone el Facebook, el Twitter, el Linkedin, el What’s app, el Gtalk, Viber, Tango, Line, Skype y cuanto servicio hay para no gastar un mísero minuto y para que la gente los encuentre e importune de cualquier modo, por cualquier camino, porque cada vez es menos posible no estar disponible, tener verdadera vida privada. No sé cómo hacen para administrar todo eso y trabajar, tener un matrimonio y mirar a los hijos a los ojos, pues yo con el What’s app tengo suficiente sonsonete. Solo con el What´s app tengo que confesar que me he visto como el protagonista de esa incómoda escena de dos en una mesa, en la que en vez de conversar, cada uno está pendiente del chat. Por cierto, me llevó diez años limpiar el correo de los molestos remitentes de cadenas estúpidas que amenazaban con el cierre de Hotmail o con años de mala suerte a quien no reenviara, con correos que invitaban a reenviar para salvar la vida de una niña anónima en El Salvador o que predicaban el evangelio; y apenas lo logré empezaron a llegar por el What’s app las mismas pendejadas. Dice el refrán que el que tiene pal’ whisky tiene pal’ hielo, pero no es raro ver que quienes invirtieron el salario de tres meses o totearon su tarjeta de crédito a 24 cuotas e hicieron fila a medianoche para ser de los primeros en tener el último, no pocas veces timbran para que se les devuelva la llamada o soban todo el día chateando porque sí y porque no. Y no es que lo tengan en prepago, sino que su plan es de 20 minutos mensuales y un terabyte de navegación para tanta pendejada, datos que además jamás consumirán, entre otras cosas, por el otro gran defecto que tienen estos aparaticos. No nos digamos mentiras, no hay quien no extrañe la batería de su flecha: cuatro días con una sola carga. El usuario de Smartphone, en cambio, debe hacer malabares para que el teléfono le llegue vivo a las nueve de la noche, y para ello debe llevar cargador en su carro, batería externa o mendigar por la oficina quién le preste un cargador “de los blanquitos”. ¿Y porqué tanto consumo? Porque ya nada se hace sin una app. Las hay para todo, para llevar el embarazo, la regla, la crianza, para contar calorías, conseguir amantes, jugar, pintar, consultar el saldo, hacer sopas de letras, en fin. Casi nada de ello es necesario, pero si uno tiene olfato de reciclador en Play Store o App store, puede encontrar entre tanta basura algo que le sirva para coger un taxi con seguridad, tener un nivel de burbuja o cualquier cosa útil por el estilo. En cualquier caso, lo mejor de la vida está por fuera del Smartphone, así que creo que volveré a mi flecha, que me da más libertad. Al cabo la aplicación que más valoro, la única que no desinstalaría por nada del mundo, es la de la linternita.

martes, 7 de abril de 2015

Nosotros no somos Kenia.

Muchas personas por estos días nos preguntamos, con extrañeza, porqué la matanza de 149 estudiantes kenianos no tuvo la repercusión mediática ni la viralización en redes sociales que sí tuvo el atentado del 7 de enero contra el semanario francés Charle Hebdo en París, que dejó un saldo final de 17 muertos. Y no es para menos, pues no solo en este caso son mucho más los muertos sino que las víctimas son cristianos que fueron muertos por su fe. En el caso de Charlie Hebdo, en cambio, las víctimas lo fueron en razón a su oficio y el mundo entero se rasgó las vestiduras gritando vivas a la libertad de expresión. En ese orden de ideas, es explicable que haya tenido más resonancia en los medios la masacre de 17 periodistas, pues al fin y al cabo los muertos eran los colegas de quienes debían esparcir la noticia como el fuego sobre pólvora. Eso es entendible, pero también es importante considerar que cristianos son muchos más que periodistas, y que las redes sociales son pequeños medios que, cuando se juntan, hacen mucho ruido. ¿Porqué entonces no se viralizó la noticia, o al menos no con tanta rapidez? No es difícil imaginarse las salas de redacción eligiendo entre la noticia de Kenia y cualquier otra noticia que pudiera ser más relevante (pese a la crudeza de la fotografía); así como tampoco lo es el que las trivialidades hayan ganado más espacio en el muro individual de cada internauta, entre ellos me cuento yo y seguramente tú también. Al fin y al cabo, llevamos siglos haciendo lo mismo. Hace poco más de un año tuve la fortuna de escribir los guiones para una serie documental que, bajo el nombre de Invisibles, abordaba en 13 capítulos justamente esa constante histórica (desde el siglo XVI hasta el XX) de invisibilizar a los negros, aun cuando se destacan por su inteligencia, destreza, altruismo, maestría o cualquier otra cualidad que haría de un blanco una personaje célebre.
Mi inolvidable maestro Armando Martínez Garnica decía de cuando en cuando, en clase, una frase que se grabó en mi memoria: “nadie es superior a su propia historia”. Y ahí estamos, dominados una vez más por la historia que nos envuelve y nos sepulta, y que impone sobre nuestra conciencia individual eso que algunos llaman la “conciencia histórica”. Ese silencio nuestro es, quizás, otro tipo de fundamentalismo soterrado.

lunes, 30 de marzo de 2015

El caso de Andreas Lubitz: un mal precedente.

El caso de Andreas Lubitz, el copiloto que recientemente estrelló un avión con 150 pasajeros en los Alpes franceses, no puede ser considerado un caso aislado. Pues, me refiero a que si bien los casos en que un piloto suicida arrastra consigo a toda la tripulación y los pasajeros son más bien extraños, el “accidente” reciente de Germanwings constituye un precedente de mal pronóstico. No lo sería si las estadísticas de depresión y otras enfermedades mentales no fueran las que son, pero aunque queramos tapar el sol con un dedo, la realidad es la que es: Según la OMS cerca del 5% de la población mundial padece depresión; y aunque se trata de casos diagnosticados, y todos sabemos que en el caso de las enfermedades mentales el sub-registro es abrumador. Eso significa que fácilmente la cifra podría ser del doble, es decir de un 10%. No estamos contando aquí, por supuesto, las demás enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia y otros trastornos esquizoides, que sin dura aumentarían la cifra. Pero no es esa baraja ampliada de trastornos mentales lo que hace que el caso de Andreas Lubitz sea un mal precedente. Lo que realmente debe preocupar, al margen de las patologías individuales, es aquella patología social que hemos creado en torno a la fama. Sin este ingrediente clave, el coctel no sería tan peligroso. No es la primera vez que detrás del escenario de un múltiple crimen perpetrado por una sola persona está el deseo intrínseco de pasar a la posteridad, de salir en todos los diarios y noticieros, en una sola palabra, de saltar a la fama. “Un día haré algo que cambiará el sistema” decía Lubitz, mientras otros han dicho, “un día todos van a saber de mí” o cualquier otra forma parecida no solo de anunciar una tragedia sino de llamar la misma realidad: el deseo simple de dejar de ser anónimo. Hoy, que las noticias se viralizan en minutos y que tiene un alcance global explosivo, el deseo es aún más tentador. Lo grave de Lubitz, entonces, es que se puso a dar ideas.