miércoles, 19 de diciembre de 2012

El nuevo fin del mundo: ni tan rosa ni tan negro

El milenarismo vuelve a tocar a nuestras puertas. Restan menos de tres días para el anunciado fin del mundo y muchas personas alrededor de él deben estar dedicadas a este mismo oficio: escribir. Sin embargo, la mayoría de ellos deben estarlo haciendo para dejar sus cosas en orden, para despedirse, para tratar de limpiar las culpas de su alma y, porqué no, para desapegarse de todo lo material y hacer un tránsito más liviano al otro lado. No sé quién dijo que el treinta por ciento de la población del mundo está convencida de la veracidad de la profecía maya, pero quien quiera que haya sido, logró que los medios le hicieran eco por estos días a tan improbable medición. Y no nos mintamos, cualquier fuerza política o religiosa, cualquier campaña comercial o red social, haría lo que fuera por tener el poder de convocatoria que ha demostrado tener un pueblo extinto desde antes del descubrimiento de América. Mas qué más da si es del treinta o del trece por ciento (este número no solo parece más verosímil sino que es, a todas luces, más cabalístico), el pedazo más incauto de la humanidad. Aun un número ínfimo, de algunos decimales apenas, tratándose de lo que se trata, sería suficiente para prender las alarmas. Ya Alemania, Argentina y México han anunciado la frustración de suicidios masivos y motivados por la inminencia del fin del mundo, pero en el resto del mundo deben estar gestándose parecidas y sectarias iniciativas, solo que estas sí con la cautela necesaria para que pasen inadvertidas. Como en cada cambio de siglo y de milenio, y con una convicción más ajena que propia, muchos no verán la luz del día siguiente y, en efecto, se les habrá acabado el mundo. En cambio otra corriente, más New Age, afirma que más que del fin del mundo, la cosa se trata es de un cambio de conciencia, de una transición de era o de la llegada de una energía más armónica para la humanidad. Ojalá tengan razón los últimos, aunque no les alcance la fuerza para convencer a los apocalípticos. Yo, mientras tanto, estoy convencido de que la cosa no es ni tan rosa ni tan negra, pero pienso que no es justo que la gente dé su vida por apenas un rumor, que tantos sean tan vulnerables que se les manipule con el miedo, y que las autoridades se hagan los de la vista gorda ante una amenaza tan silenciosa y peligrosa como la hipertensión. Como diría Durkheim, muchas cosas hacen parte del “factor de empuje” hacia el suicidio que cada sociedad tiene hacia sus miembros: desempleo, soledad, acoso escolar, deudas, etc.; sin embargo en esos casos las decisiones son personales y los casos suman de uno en uno a la tasa nacional. Quiera Dios que no haya sorpresas. Pero en este caso la cosa es colectiva. Hay quienes apenas despiertan tienen la cristiana costumbre de dar gracias a Dios por un nuevo día. Yo no llego tan lejos en mis escasos buenos hábitos, pero creo que el 22 de diciembre lo haré.

lunes, 13 de agosto de 2012

Ursúa o la conquista imaginada (2005)

(Texto escrito en 2005 y aparecido ayer en una vieja carpeta) Encontrar una novela como Ursúa, la primera de William Ospina, debe resultar doblemente esperanzador para cualquier lector medianamente juicioso. Esperanzador porque constituye una propuesta estética diferente dentro de la nueva generación de escritores colombianos y doblemente por que lo es para la literatura y la historia al mismo tiempo. Cuando uno de los personajes más apasionantes dice que escribe en sus cuadernos sólo para no olvidar, (por que él recuerda sólo lo que se convierte en palabras), queda la duda flotando entre líneas de si la expresión pertenece al personaje o es una confesión del autor que se cuela. El resultado de su incursión en un género que tiene sus particularidades estilísticas, es un texto realmente mágico, capaz de conjugar de manera extraordinaria el registro de la crónica de los conquistadores con una prosa fluida que demuestra una elaboración poética de excelente factura, enmarcadas en una geografía exuberante, agresiva, realmente viva. Su probada trayectoria en la poesía y el ensayo contribuye sin duda a la madurez narrativa de este primer texto que no deja de ser, en todo caso, su novela de aprendizaje, si bien un escritor jamás deja de aprender su oficio, de moler y rehacer en cada elaboración. Aunque lleva como título el apellido de un conquistador, la novela es ambiciosa en la narración de un proceso de conquista complejo, riquísimo en personajes y sucesos, en paisajes y desplazamientos de campaña, en nombres españoles y nativos, en toponímicos que familiarizan con un territorio presente y ancestral, casi eterno, que susurra a cada momento a oídos del lector una ligera conciencia de origen, una identidad que se gesta en un espacio natural tácitamente sabido y una época que va mucho más atrás de aquella que conocemos como heroica y definitiva, saturada a la fuerza de próceres y uniformes que pretenden gestar el punto cero de nuestra historia y nuestra identidad nacional. Pedro de Ursúa, entonces, que hasta antes de la aparición de la novela no pasaba de ser conocido entre nosotros como el fundador de Pamplona y ya -a secas-, circula por el texto no sólo como un personaje en momentos enigmático y contradictorio, profundamente humano en su tentación por el poder, conocedor de la gloria y protagonista del fracaso; sino como un elemento integrador, transversal, en donde convergen de alguna manera, ya por aquellos giros azarosos de la historia, ya por la fuerza del rumor en aquel siglo XVI; todos los demás personajes, incluso aquellos de segundo orden que la historia olvidó por completo. Entonces, como guiado de la mano por la voz del narrador, Ursúa va pasando por la vida de los demás personajes como el hilo a través de las perlas que más tarde se llamarán collar. Por eso lo encontramos en Cartagena, después en Santa Fe, más tarde en las Campañas del Sur, luego en la Sierra Nevada y más tardeen el Perú. Y en ese trasegar, con él se van topando Pedro de Armendáriz, Robledo, Lope de Aguirre, Juan de Castellanos, Pedro La Gasca, Andrés López de Galarza, Pérez de Quesada, Ambrosio Alfínger, Belalcázar y un inventario extenso de otros protagonistas de la época. No significa, claro está, que uno y otros se encontraran por doquier, que ahora Las Indias resulten una vereda en donde a cada recodo del camino se van saludando las gentes venidas de lejos, otrora compañeros en Navarra o alguna otra provincia española. Son sus historias las que se van tejiendo en una hermosa urdimbre, las que se van encontrando en algún punto de ese trémulo tejido de causas y fatalidades. No se trata de que Ursúa haya sido el alma y nervio de la conquista sino de la configuración del personaje, de la perspectiva desde dónde se cuenta la historia. Como el bolero, la novela está escrita con sangre en vez de tinta, los indios van cayendo decapitados, emperrados, mutilados por la espada o estampillados por un tiro de arcabuz, mientras los ejércitos de la conquista sufren ya las feroces flechas disparadas casi por la selva misma, las fiebres que enloquecen o los insectos y las fieras del trópico. No podría ser de otra manera. Es verdad que las traiciones políticas y militares, aún hoy, abundan incluso entre quienes se dicen del mismo bando, pero la novela no se deja aplastar por el peso de la leyenda negra, evita ese maniqueísmo malicioso que aún hoy nos hace ver nuestra conflictiva realidad como un asunto de buenos y malos, y reivindica tanto a unos como a otros en un eclecticismo que sorprende. Por fortuna el texto de Ospina, aunque narra hechos acaecidos, no tiene esa molesta pretensión de verdad que el rigor histórico suele imponer a los historiadores al más alto precio: su imaginación. Es una novela y como tal hay que leerla para poder disfrutarla, para no sentirse molesto con las imágenes que es capaz de generar, con el olor de la sangre que casi salpica cuando Ursúa mata por primera vez; para poder sufrir y angustiarse con el protagonista, para acechar con el indio y dolerse con su patria, que es la misma nuestra. Para aprender con delicia que en aquella época la tarde se demoraba en las iguanas de Magangué, que los asnos podían volar y las mariposas revoloteaban en las fauces abiertas de los caimanes dormidos de Ambalema, y claro, para no dejarse tentar por el oro, como muchos.

sábado, 5 de mayo de 2012

La protesta invisible

Cuando se estudia ciencias sociales, una de las lecciones clásicas de la universidad es aquella que dice que los medios de comunicación son el cuarto poder, o en otras palabras, que los medios de comunicación están al servicio del Estado. Pues bien, años después de haberla conocido, esa aseveración ya proverbial ha vuelto a mi memoria hace unos días, el pasado 12 de abril. Vivo a escasas tres cuadras de la entrada de la Universidad Nacional en Bogotá, y dado el inminente comienzo de la Cumbre de las Américas en Cartagena y la llegada de Obama al país, la pedrea de la universidad no me tomó por sorpresa. Lo que sí eché de menos fue la escasa, casi nula mención de los hechos en la prensa local. Casi siempre cuando el ESMAD y los estudiantes se dan cita para este acostumbrado ritual, la prensa publica la noticia recomendando a los conductores los desvíos del caso, y citando el consecuente caos vehicular que se genera por los cierres viales, ya de la NQS, de la Calle 26 o de la 45. Sólo por eso, no se trata del exigirles un análisis político del asunto, ni más faltaba. Pero en esta ocasión el silencio reinó. Yo oía el noticiero local del mediodía en el televisor en alternancia con las papas bomba, con la esperanza ingenua de escuchar el titular, pero ningún canal hizo mención alguna. Algunos dirán que la cumbre era más importante, que el espacio noticioso estaba muy reñido y es costoso, que era cuestión de prioridades, sin embargo, eso no fue problema para que las noticias de farándula se desarrollaran como cualquier otro día. Además, que un medio decida no publicar nada está bien, ¿pero todos? Muy de soslayo, Caracol radio algo dijo en su emisión de la tarde acerca de los disturbios, pero la casa editorial EL TIEMPO, que posee un periódico y dos canales de TV, y que es la casa natal del presidente Santos, pasó por alto el incidente. Pero además de omitirlo, hubo algún canal de noticias en internet que se atrevió a negar lo que pasaba con un titular que decía “cero disturbios en universidades pese a llegada de Obama”. Las redes sociales, no obstante, registraron protestas al menos en la UIS, la U de Antioquia y la Nacional. Es claro, entonces, que además de la recolección de los habitantes de calle, vendedores ambulantes y perros sin amo del centro histórico de Cartagena, con la clara intención de esconder la pobreza, también existe una orden perentoria, en este caso no a la policía sino a los medios, de invisibilizar la protesta durante la cumbre. Solo 36 horas después, cuando estallaron dos petardos de bajo poder en terrenos aledaños a la embajada de los EE. UU., apareció la mención de los disturbios del día anterior para establecer una posible y amañada relación. Cierto es que a los medios a lo sumo hay que creerles la mitad de lo que dicen, pero creo que ese porcentaje, al menos en mi caso, está empezando a bajar.

viernes, 13 de abril de 2012

La corrección de estilo y la escritura creativa ¿senderos que se bifurcan?

Confesémonos, los correctores de textos amamos el lenguaje escrito casi sobre todas las cosas, solo que es un amor trágico, patológico, con cierta dosis de perfeccionismo neurótico. Que si la tilde, que si la coma, que si el género o el número, que el conector, el adjetivo o la incoherencia entre el sujeto y el verbo. En fin, innumerables consideraciones técnicas hacemos cada vez que tenemos el texto en nuestras manos, además de las conjeturas propias de ensayar a tantear la subjetividad particular de cada autor y estimar el método preciso para no herir su amor propio al momento de mostrarle la mancha roja en la que se ha convertido su amado texto. No es para menos cuando consideramos el amplio espectro que abarca la corrección, es decir, la sintaxis, la gramática, la ortografía, además de los aspectos tipográficos, morfológicos, estilísticos y lexicales. Ante un juicio tan agudo es normal que el grueso de los textos producidos por una sociedad con una cultura escrita pobre como la nuestra salga mal librado. Confesémonos, la posición del corrector es cómoda: esperar a que otro escriba, a que otro haga la tarea creativa para decir, no sin cierta vanidad “yo lo habría hecho mejor, habría puesto una coma aquí, un punto allá, una tilde acullá”. Pero pocas veces nos ponemos del otro extremo, rara vez exponemos el pellejo al ojo crítico del otro. De corrector pasamos fácilmente a la entelequia narcisa de ser incorregibles, y nada más lejano a la verdad que eso. Incluso alguna vez —¿o aún?— soñamos con ser escritores. Quizás varios cuentos de nuestra autoría reposan en algún cajón, o en alguna carpeta del computador que lleva, además, al menos un par de años sin ser abierta. El amor por la palabra escrita impide que mintamos al respecto y, sin embargo, la práctica diaria de la corrección de composiciones que van de lo malo a lo perverso, por un lado, da sentido social a este oficio —a cuyos practicantes alguien se refirió algún día en términos de basuriegos del idioma—, pero, por el otro, va minando nuestra capacidad creativa, como si alimentara una desesperanza creciente y aprendida al respecto de la calidad “ideal” de un texto. Confesos ahora en nuestro pecado, ¿qué hacer entonces?, ¿estamos ante un divorcio inevitable o existe, por el contrario, la posibilidad de hacer de la escritura y la corrección caminos convergentes? Un ejemplo esperanzador es comprobar que buenos escritores de hoy fueron correctores ayer, así como buenos editores también lo fueron y lo siguen siendo, aunque eso no signifique que la corrección tenga que ser necesariamente una estación de paso. Pero si de no dejar morir la escritura creativa se trata, el único camino posible es cultivarla, ojalá a diario. En cualquier caso, aquellos que se convirtieron en escritores, más allá de que en un principio se ganaran la vida atendiendo mesas o corrigiendo textos, al tiempo que hacían su obligatorio trabajo, escribían con la disciplina propia del deportista que quiere llegar lejos. Así que si corregimos 30, 50 o 70 páginas diariamente, ¿por qué no hacer una pausa al final, apurar un café y escribir al menos un par de ellas?

domingo, 26 de febrero de 2012

Pombo Musical: un viaje al siglo XIX.


Tengo que confesar que a excepción de Simón el Bobito y El Renacuajo Paseador, que hacen parte de los recuerdos de mi niñez, conocí la obra de Pombo a mis 24 años. Ya para ese entonces me impresionaron La hora de tinieblas y Doña Pánfaga o el sanalotodo, y me enterneció casi hasta el llanto El niño y la mariposa. De eso a hoy han pasado 15 años. Hoy estoy al borde de mis 40 y con un hijo de 4 y medio, una hijastra de 17 y mi esposa de 34, acabo de llegar de presenciar el show Pombo Musical en Gaira, el bar de Carlos y Guillermo Vives en Bogotá.
Tengo la fortuna de haber podido imaginar la época de Pombo a través de los poemas y la biografía de Silva y de personajes como Cuervo y Núñez, del paso del Olimpo Radical a la Hegemonía Conservadora, de la candelaria en los cuentos de Elisa Mújica, del episodio del doctor Russi, y las Reminiscencias de Santa fe y Bogotá, y del almanaque de 1886. Además, conozco el trabajo de Pombo Musical desde su lanzamiento en 2008, y en casa lo hemos cantado y aprendido desde entonces, pero la puesta en escena que vimos hoy me transportó a las descripciones que Cordovez Moure o Enrique Santos Molano hacen de la Bogotá del siglo XIX.
Quizás Pombo, conservador hasta los tuétanos, se escandalizaría al ver a Simón el Bobito haciendo el Moonwalker, o sabiendo que su pobre viejecita tiene inversiones en sociedades accionarias, pero para el público espectador estas libertades escénicas resultan una acertadísima bisagra entre los siglos XIX y XXI, y arrancan las risas que de otra manera la solemnidad de Pombo harían imposibles.
En Pombo Musical se juntan la historia, la literatura, la promoción de lectura, la música en vivo y las artes escénicas como ingredientes principales de un auténtico bocado de obispo. En mi caso particular, experimenté la misma sensación que sentí en películas como El Coronel no tiene quien le escriba, El amor en los tiempos del Cólera o El perfume, y es aquella de conocerle el rostro y la voz a personajes queridos que, años atrás, nos acompañaron durante cientos de páginas y muchas horas de lectura. Ese ejercicio implica, en algunos casos, renunciar a la imagen mental que teníamos de ellos. Yo, por ejemplo, nunca imaginé a Simón el Bobito más parecido a un espantapájaros que a un bobo de pueblo, pero debo confesar que su representación, así como la de cada uno de los personajes, y muy especialmente la de Papá Pombo, me conmovieron. Qué bonita manera de promover la lectura y hacer vívidas otras épocas ya sidas, labor misional del historiador. Y como la obra de Pombo tiene su toque existencial, sale uno con ganas de vivir, tarareando la pobre viejecita y deseando que Dios permita/ que logremos disfrutar/ Las pobrezas de esa pobre / Y morir del mismo mal.