miércoles, 10 de diciembre de 2008

URSÚA O LA CONQUISTA IMAGINADA

Encontrar una novela como Ursúa, la primera  novela  de William Ospina, debe resultar doblemente esperanzador para cualquier lector medianamente juicioso. Esperanzador por que constituye una propuesta estética diferente  dentro de la nueva generación de escritores colombianos y doblemente por que lo es para la literatura y la historia al mismo tiempo. Cuando uno de los personajes más apasionantes dice que escribe en sus cuadernos sólo para no olvidar, por que él recuerda sólo lo que se convierte en palabras, queda la duda flotando entrelíneas de si la expresión pertenece al personaje o es una confesión del autor que se cuela, un pequeño lapsus como dijera Freud.    

 

El resultado de su incursión en un género que tiene sus particularidades estilísticas es un texto realmente mágico, capaz de conjugar de manera extraordinaria el registro de la crónica de los conquistadores con una prosa fluida que demuestra una elaboración poética de excelente factura,  enmarcadas en  una geografía exuberante, agresiva, realmente viva.  Su probada  trayectoria en la poesía y el ensayo contribuye sin duda a la madurez narrativa de este primer texto que no deja de ser, en todo caso, su novela de aprendizaje, si bien un escritor jamás deja de aprender su oficio, de moler y rehacer en cada elaboración.        

 

Aunque lleva como título el apellido de un conquistador, la novela es ambiciosa en la narración de un proceso de conquista complejo, riquísimo en personajes y sucesos, en paisajes y desplazamientos de campaña, en nombres de españoles y nativos,  en toponímicos que familiarizan con un territorio presente y ancestral, casi eterno, que susurra a cada momento a oídos del lector  una ligera conciencia de origen, una identidad que se gesta en un espacio natural tácitamente sabido y una  época  que va mucho más atrás de aquella  que conocemos como heroica y definitiva, saturada a la fuerza de próceres  y uniformes que pretenden gestar el punto cero de nuestra historia y nuestra identidad nacional.

 

Pedro de Ursúa, entonces, que hasta antes de la aparición de la novela no pasaba de ser  conocido entre nosotros como el fundador de Pamplona y ya -a secas-, circula por el texto  no sólo como un personaje en momentos enigmático y contradictorio, profundamente humano en su tentación por el poder, conocedor de la gloria y protagonista del fracaso, sino como un elemento integrador, transversal, en donde convergen de alguna manera ya  por aquellos giros azarosos de la historia, ya por la fuerza del rumor en aquel siglo XVI; todos los demás  personajes, incluso aquellos de segundo orden que la historia olvidó por completo.

 

Entonces, como guiado de la mano por la voz del narrador, Ursúa va pasando por la vida de los demás personajes  como el hilo por entre las perlas que más tarde se llamarán collar. Por eso lo encontramos en Cartagena, después en Santa Fe, mas tarde en las Campañas del Sur, luego en la Sierra Nevada e incluso en el Perú. Y en ese trasegar, con él se van topando Pedro de Armendáriz, Robledo, Lope de Aguirre, Juan de Castellanos, Pedro La Gasca, Andrés López de Galarza, Pérez de Quesada, Ambrosio Alfínger, Belalcázar y un inventario extenso de otros protagonistas de la época.  No significa, claro está, que uno y otros se encontraran por doquier, que ahora Las Indias resulten una vereda en donde a cada recodo del camino se van saludando las gentes venidas de lejos, otrora compañeros en Navarra o alguna otra provincia española;  son sus historias las que se van tejiendo en una hermosa urdimbre, las que se van encontrando en algún punto de ese trémulo  tejido de causas y fatalidades. No se trata de que Ursúa haya sido el alma y nervio de la conquista sino de la configuración del personaje, de la perspectiva desde dónde se cuenta la historia.

 

Como el bolero, la novela está escrita con sangre en vez de tinta,  los indios van cayendo decapitados, emperrados, mutilados  por la espada o estampillados por un tiro de arcabuz, mientras los ejércitos de la conquista sufren ya las feroces flechas disparadas casi por la selva misma, o las fiebres que enloquecen o los insectos y las fieras del trópico. No podría ser de otra manera. Es verdad que las traiciones políticas y militares abundan incluso entre quienes se dicen del mismo bando, pero la novela no se deja aplastar por el peso de la leyenda negra, evita ese maniqueísmo malicioso que aún hoy nos hace ver nuestra conflictiva realidad como un asunto de buenos y malos, y reivindica tanto a unos como a otros en un eclecticismo que sorprende.

 

Por fortuna el texto de Ospina aunque narra hechos acaecidos no tiene esa molesta pretensión de verdad que el rigor histórico suele imponer a los historiadores al más alto precio: su imaginación.

 

Es una novela y como tal hay que leerla para disfrutarla, para no sentirse molesto con las imágenes que es capaz de generar,  con el olor de la sangre que casi salpica cuando Ursúa mata por primera vez; para poder sufrir y angustiarse con el protagonista, para acechar con el indio y dolerse con su patria, que es la nuestra. Y para aprender con delicia que en aquella época la tarde se demoraba en las iguanas de Magangué, que los asnos podían volar y las mariposas revoloteaban en las fauces abiertas de los caimanes dormidos de Ambalema.  

 

Y claro, para no dejarse tentar por el oro, como muchos.                     

EL MITO EDÉNICO EN URSÚA (De William Ospina)

La búsqueda del paraíso terrenal y la casi certeza de haberlo hallado  es uno de los temas recurrentes en las crónicas de los conquistadores y descubridores, desde el mismo Cristóbal Colón. Y no es para menos, pues el Nuevo Mundo se mostró a los ojos de los recién llegados con todas las características del edén perdido: hombres desnudos que no conocían hierros ni armas, ignorantes de pesos y medidas, sin libros, leyes,  pecunia ni  propiedad privada y una tierra pródiga en minerales y cosechas casi hasta  lo sobrenatural.  En otras palabras el mundo en su infancia: inocente e incorrupto. A partir de ésa primera visión, y de los primeros relatos de los indios emperifollados de oro, es comprensible aquel imaginario que creció constantemente y que completaría la imagen edénica perfecta: ciudades bienaventuradas tapizadas de oro y piedras preciosas y hasta una fuente que desterraría el  dolor y la muerte y en cuya búsqueda se gastó la vida Fernando Ponce de León.

 

Recordemos que la vigencia de este tema en el siglo de los descubrimientos no sólo se debe a las disertaciones de filósofos y teólogos medievales como Santo Tomás de Aquino y San Agustín, o el renacentista  Giovanni Pico della Mirandola, sino a las exploraciones de Marco Polo en el siglo XIII, que despertaron la curiosidad de Cristóbal Colón de llegar al Oriente, a la India, donde corre uno de los ríos que San Jerónimo consideró en su epístola como perteneciente al jardín del edén, el Ganges[1]. A partir de las sagradas escrituras el paraíso debía encontrarse en Oriente, lejos de las tierras conocidas; y desde el descubrimiento, la identificación de cuatro ríos americanos con los ríos del paraíso, El plata como el Fisón, el Amazonas como el Gión, el Magdalena que asimila al Tigris y el Orinoco que es el Éufrates, hizo más palpable la posibilidad de encontrarlo en América.  

 

A Ursúa, la novela de William Ospina, en tanto que narra una parte de las campañas que constituyeron este proceso, le es imposible escapar de  esa sombra del mito edénico, que se multiplica y se mimetiza y así;  no es  uno sino varios, que la voz  del narrador enumera con nombre propio:

 

            “Ese monstruo recorría los reinos, y nos hizo viajar por los años y descender al infierno buscando el mismo milagro al que cada expedición daba un  nombre distinto: el oro rojo de las momias de Cuzco, las montañas de plata maciza, el extenso y  perfumado país de la canela, la selva lujuriosa de las Amazonas, la ciudad de Cibola, que buscó entre la árida luz del  desierto Cabeza de Vaca, la ciudad de los Siete Césares, cuya muralla inexistente consumió la existencia de muchos, la ciudad de  las perlas, que era un cielo en la tierra y un infierno en el agua, el país de las tumbas de oro, la fuente de la eterna juventud de la isla florida, la ciudad de las esmeraldas que Ursúa  intentó edificar bajo la verde sombra de mariposas y la siempre buscada y siempre escondida ciudad de El dorado”[2]

 

El mito edénico adquiere en Ursúa  múltiples formas y nombres precisamente porque la novela pretende una narración totalizadora: la conquista de los Zenúes en  lo que sería la gobernación de Santa Marta, la dominación de los Muiscas en el altiplano, las hazañas de Robledo y los desmanes de Benalcázar y los Pizarro en el sur; y hasta el ingreso de la expedición de los Welser en el Nuevo Reino de Granada por Maracaibo procedente de Venezuela.  Para todos ellos siempre un edén perdido lleno de riquezas  esperaba más adelante, quizás en el próximo recodo del camino.

 

Podría decirse además que  en Ursúa la configuración de ese mito paradisíaco   deviene por dos caminos diferentes: Uno,  el inevitable, ese que es inherente a la historia de la conquista, al espacio y el tiempo narrados. Otro, el estético, que descansa en la idealización poética de la geografía que hace el  narrador.

Ese paraíso perdido empezó  a ser imaginado, en el caso del protagonista del relato, en plena adolescencia en su misma casa materna de Arizcún, Navarra, en la medida en que las referencias a tigres hambrientos y reptiles descomunales y una cordillera con ciudades laminadas de oro[3] le señalaban un destino de aventura  que contrastaba  con esa tierra ya domesticada, pintada de rebaños de ovejas sobre prados apacibles donde el futuro estaba casi predicho.  Por el contrario, las indias eran el sinónimo de lo impredecible, de lo que justamente a lo largo del relato de Ospina va constituyendo para el héroe un destino fiero, bravío, indomable, aunque pareciera escrito ya en las páginas insondables de alguno de los tantos misterios que le torcieron a su antojo la suerte en su tránsito por las cuatro gobernaciones que recorrió más allá que nadie.   

 

Aunque la trama de la novela es otra, no se pueden desprender las dos nociones de búsqueda de riquezas, que es la obsesión que cruza todo el relato,  y la  de encantadoras delicias, que se enlazan fácilmente en  esos  paisajes que permiten evocar la nostalgia del edén y que son iterativos a lo largo del relato.  Uno de los recursos para la configuración de esa visión del paraíso en los personajes, es la enormidad, el uso de los superlativos, la monumentalidad de la naturaleza:

            No conocían aún las noches de la borrasca ni los amaneceres del fango, la fiebre y los mosquitos que reinan a la orilla del río; no presentían la enormidad de la avalancha ni el tributo de piedras de la creciente, la noche que multiplica los tigres y la selva que agrandan las chicharras, los árboles corteza de gusanos las columnas inmensas y leñosas de la selva donde el sol se tropieza, ni las nubes de loros, ni los ramales enloquecidos de monos diminutos, ni los llanos empedrados de cráneos”.[4]

 

Además de esa exhuberancia paisajística, del bestiario que incluye hombres cubiertos de plumas que hablaban con los peces de los lagos y que se transformaban en tigres[5], monstruos de varias cabezas que arruinaban pueblos enteros[6] y serpientes cuya testa triangular era tan grande como la cabeza de un potro[7] , algunas imágenes en la novela dejan de lado esta zoología fantástica y evocan momentos fundacionales o primigenios. Por ejemplo, la imagen de Ursúa desnudo en un mundo desconocido después del incendio en medio de la helada noche de la sabana, recién llegado a Santafé[8]; o  el incendio de Cartagena en círculos concéntricos de fuego, así como  el ascenso de Ursúa a la sierra nevada, dónde percibió  una ciudad viva, que sentía venir a los viajeros, que distinguía entre los pasos de los habitantes y los de desconocidos.[9]  Si bien no es una ciudad de oro, ese paisaje  elevado y casi inaccesible donde se hallaba engastada como un joya bajada del mismo cielo, coincide con una de las mas antiguas tradiciones de Israel que sitúan el paraíso terrenal en un lugar empinado y escarpado, de difícil acceso.  Algunas de las razones que empoderaron esta tradición, son la cualidad espiritual  que un sitio así le otorga y necesidad de esta condición para haberse salvado del diluvio universal[10].  El mismo fray Bartolomé de Las Casas asentía con esta tradición, aunque guardando la mesura en términos de altura:

 

Nadie puede naturalmente determinarlo, y por eso, lo que debe tenerse como cierto es que su altura será tanta cuánto sea necesario para la buena y saludable habitación de los hombres. Esto es, que en él la templanza del aire, sería tal como para que allí se viviese de manera deleitable, sin extremos de frío,  de calor y tanta la salubridad, que las cosas no pudiesen corromperse o se descompusieran fácilmente”[11]

   

La imagen del incendio, aunque no corresponde a la narración de momentos idílicos en el relato ni pretende evocar el carácter fabuloso del Nuevo Mundo,  también concuerda con otra de las tradiciones que han pretendido definir el paraíso; la de Tertuliano y Lactancio, que   utilizaba el fuego como medio de aislamiento para que ningún ser corpóreo pudiera entrar en él.[12]  En fin y al cabo, después de expulsados Adán y Eva del edén, el Señor puso querubines al Oriente y una espada flamígera alrededor para custodiar el acceso al árbol del Bien y del Mal.

 

Ahora bien, existe una imagen ya clásica del paraíso terrenal, y es la de la amistad entre todos los animales de la naturaleza. Y aunque no es América precisamente el lugar de la ausencia de fieras, y no es Ursúa precisamente un relato de hechos amistosos,  no deja por ello de estar presente. Se trata del mundo mágico de Z’bali, la bellísima amante indígena de Ursúa. En él, cuando homenajeaban a su cacique, los muchachos desnudos se pintaban los cuerpos de colores y se cubrían de plumas, y al empezar a danzar se iban transformando en jaguares y en dantas, en caimanes y en toches, en cachamas y en serpientes, de modo que uno iba sintiendo que alrededor del gran señor el mundo entero cantaba y rugía, aleteaba y se deslizaba. Estaba segura de haber visto saltar al tigre rugiendo y al gavilán graznando, de haber visto a todos los animales, aún los más feroces, amigos uno de otro, y vio pasar, decía, peces por el aire y anillos de serpientes volando en círculo alrededor del gran cacique de su país.[13]

 

Con el relato de Z’bali, el mito edénico trasciende las barreras de occidente y se mezcla, con zarpazos y aleteos como  lo hicieron los dos amantes, con la necesidad de dar respuesta al problema del origen en los pueblos primitivos. Así, se comprueba en la novela que los elementos paradisíacos pertenecen tanto al cristianismo como al paganismo, al mundo material que buscaban los conquistadores como al intangible que daba sustento a la felicidad de los nativos.

   

Pero no es, por supuesto, Ursúa el único que alcanza esos escenarios americanos que conducen casi hasta el delirio. Alfínger, después de combatir con la tropa unida de guanes, cusamanes, chitareros y yariguíes, encontró el río de arenas de oro que permitía sentir que todas las batallas en el largo camino desde Coro, las tempestades y los desvelos, habían valido la pena. Esa asociación  del  río con el oro y además con gemas, -como las que Ursúa descubriría en la tierra de los Muzos- aparece nada menos que en la más originaria descripción del edén:   el génesis[14].   

Ahora bien, además de esos clásicos elementos indicativos de la proximidad del paraíso, como son  la temperatura constante, los bosques frondosos, las aguas en abundancia, las frutas exquisitas y olorosas y las flores multicolores; hay uno más, que aunque no parece evocar felicidad, podría ser el único en confirmar que, en efecto, el paraíso estaba en América: el castigo.

 

 En Ursúa la fatalidad es otro de los  ingredientes    transversales al relato, y que señala esa volubilidad de la voluntad humana frente a lo impredecible. Así las certezas de riqueza de casi todos los que al Nuevo Mundo llegaron se vieron truncadas aún en el último minuto,  cuando lo impredecible parecía estar superado.

Dos hechos de la trama ilustran con gran particularidad este fatalismo: el rayo que cae en medio del padre  Martín de Calatayud, Juan López de Archuleta, los hermanos Hernán Pérez de Quesada y Francisco Jiménez de Quesada, y el capitán Gonzalo Suárez de Rendón mientras jugaban cartas; dando a cada uno un tratamiento diferente, desde la electrocución hasta la incolumidad;  con casi celestial sentido de justicia[15]. Otro, el naufragio en donde murieron Góngora, Galarza, Pedro de Heredia y Alonso Téllez, también cada uno  su manera, cuando escapaban de América hacia España, y ya sobre la costa ibérica.[16] Ambos hechos, además, están unidos por algo en común: los primeros esperaban lo que los segundos trataban de evadir, y que puede ser considerado también un último elemento edénico: la impartición de justicia. 

 

En efecto, la figura del juez de residencia, para el caso Miguel Díaz de Armendáriz,  se hizo necesaria ante la certidumbre de la  desobediencia de aquellos a quienes –como a la pareja primordial- había sido confiado el jardín por la autoridad mayor. Y algunos a quienes su vara señaló, unos vivos a través de la expatriación, otros muertos por la ejecución; fueron expulsados sin misericordia.

 

Como en el caso de  los hombres, el punto cero de América para empezar a tener pasado, el momento de su inserción en la historia, es el mismo en que pierde la inocencia, en que extravía la ilusión, en que deja atrás la infancia de mundo: El Descubrimiento. Antes de él no hay memoria, ahora todo es presente y futuro, como lo argumenta la voz del narrador:

“Cuando uno viene de Europa, tiene la convicción de que la memoria está allá. Aquí todo surge y se disuelve como una niebla. Las ciudades desaparecen, la gente muere totalmente, las tempestades pasan y se borran, y donde se pudren los hombres no quedan inscripciones ni piedras”.[17]

 

Finalmente, Pedro de Ursúa, el que venció a los enemigos de cuatro gobernaciones, el que llegó hasta donde los demás no pudieron, el más valeroso y astuto, el que vivió para la guerra y recibió en cada batalla un anticipo de la muerte; allá en las postrimerías de su vida, en las reuniones a las que el Virrey del Perú nunca dejaba de invitarlo para escuchar sus historias, esquivaba ese pasado glorioso de victorias en el Nuevo Reino de Granada. Un recuerdo idílico lo perseguía:

“Ursúa prefería contar aventuras de viajes, hablar de caimanes y tigres, de tempestades por el río, historias de rayos y de naufragios, de dioses bestiales de piedra, de ciudades increíbles en las montañas y de un relámpago que no cesa jamás”[18]     



[1] San Jerónimo, en su epístola CXXV, identifica el Pisón con el Ganges. Citado en: Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 216

[2] Ospina, William. Ursúa. Bogotá, alfaguara 2005. pág. 208-209

[3] Ibíd. Pág. 26-27

[4] Ospina. Op.cit. pág. 90

[5] Ibíd. Pág 42

[6] Ibíd. Pág. 167

[7] Ibíd. pág. 65

[8] Ibíd. Pág. 134

[9] Ibíd. Pág. 385

[10] Match, Howard. The other World. Pág. 145 citado en:  Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 210.

[11] De las Casas, Bartolomé. Historia de las Indias. II. FCE. México 1951. Pág. 45

[12] Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 210.

 

[13] Ospina. Op. Cit. Pág. 238

[14] Génesis, 2:11.

[15] Ospina. Op.cit. Pág. 96

[16] Ibíd. Pág. 427

[17] Ibíd. Pág. 452

[18] Ibíd. Pág. 469

CATALINA BAJO SOSPECHA

Apenas en las primeras páginas de Catalina viene al encuentro del lector un símil tan bello como desgarrador que define muy bien lo que fue nuestro siglo XIX: el cansancio acumulado por tantas guerras era como un temible viejo sentado encima de nosotros, oprimiéndonos los huesos. Enseguida, sólo unas pocas líneas más abajo, aparece la mención de la batalla de Palonegro y con ella entonces el derecho legítimo del lector a sospechar ¿podrá ser Catalina una novela histórica?

 

Más allá del debate que podría generarse en torno al interrogante, lo cierto es que el texto permite una lectura historizante, desde la cual produce mucho más sentido pues ofrece una imagen casi especular  de la sociedad de la época a la luz de los documentos históricos. Al menos es claramente una novela en la que el pasado es importante para los personajes, y lo es de manera trascendente para la protagonista, quien recurre repetidamente a la mención de sus ancestros y busca explicaciones a su propia realidad a partir de sus pasados familiar y político, que a veces se traslapan y  vienen a ser la misma cosa. Incluso en ocasiones la voz de Catalina parece hablar a título de  la historia misma; por ejemplo cuando se queja:

 

Mis problemas se volvían más insolubles, como si los de la patria se le juntaran

 

 

Podría decirse que el texto esboza una  historia política, no sólo porque narra la participación de algunos de sus personajes en la Guerra de los Mil Días, sino por que se remite al paso del Libertador por Bucaramanga en 1828, que le llevó marido a María Corazón, la abuela de Catalina Aguirre. Se trata justamente de la época en se debatían las ideas que más tarde dieron origen a los Partidos Liberal y Conservador, días en que el país afrontaba con dificultad la  decisión de su futuro político ante la posibilidad de múltiples caminos.   Esa  dualidad que polarizó el país es una constante a través de todo el relato, su huella es tan profunda que muestra incluso de qué manera la pertenencia a uno u otro Partido permeaba los inocentes juegos infantiles de las niñas en el colegio, convirtiéndose para las recién llegadas en un rito de iniciación que determinaba su nivel de aceptación o rechazo.

 

De la misma manera la relación con sus padres pareciera, si no estar determinada,  por lo menos ser un indicio simbólico  del poder determinante que tenía la membresía a uno de los dos bandos en las relaciones sociales e incluso familiares. Al respecto la apreciación de Catalina sobre la filiación política de su madre, con quien jamás pudo llevar una buena relación, es lapidaria: Si mi madre era conservadora, nos traicionaba. No en vano su segundo marido, después de muerto el padre de Catalina, habrá de ser justamente el jefe del Partido Conservador Miguel Albornoz, quien junto a los demás personajes parece sacado más de la historia que de la literatura.

 

La descripción de Samuel Figueroa, por ejemplo, egresado del Rosario y perteneciente a una familia otrora rica y ahora venida a menos, corresponde fielmente a la situación de ruina de las familias de comerciantes y cafeteros liberales que precedió a la Guerra de los Mil Días. Así como es sabido que desde 1878 los liberales habían perdido el poder y, excluidos de los negocios públicos, se habían dedicado al comercio y a las exportaciones de café; la  filiación liberal de Samuel no deja sombra de duda al punto que evoca al general Vargas Santos en la dirección de la más cruenta batalla no sólo de aquella guerra, sino de toda la historia del país: El día de la batalla de palonegro [Samuel] no pensaba en nada distinto de dirigir los movimientos de los hombres que el general Uribe había puesto bajo sus órdenes.

 

 

Por otra parte,  el gran tamaño del problema de la construcción del Estado y de la Nación en Colombia también queda expresado aquí con mucha claridad. Retrocedamos un poco.  En 1825, exactamente el 18 de Septiembre, Rufino José Cuervo publicó en la editorial del primer número de su Periódico La Miscelánea:

 

Declaramos: que nuestra patria  es la República de Colombia, y que todos los hombres cualquiera que sea el lugar de su nacimiento, son acreedores a nuestra consideración.

 

Con semejante manifiesto, Cuervo y los demás intelectuales que ejercían como editores del periódico declaraban su convicción profunda acerca de la unidad de la patria colombiana, a tan sólo poco más de un lustro de haberse consolidado definitivamente el movimiento independentista.  Sin embargo en Catalina  se hace  evidente desde la ficción que el proyecto nacional es un fracaso, muy a pesar de haber pasado casi un siglo desde la declaración aparecida en la publicación de aquel grupo de intelectuales.

 

En un país tan accidentado geográficamente, tan fragmentado por cordilleras y valles que se alternan en toda la amplitud del territorio nacional; y en un tiempo en que los desplazamientos constituían tareas titánicas en esfuerzo y demora, podía resultar comprensible – a pesar de los esfuerzos teóricos del liberalismo-  una expresión como la que Catalina, en un momento de rabia,  le esputó en la cara a Samuel, su marido:   

 

-         Cuando uno es forastero piensa así. Pero en Santander hasta el más pobre respeta como sagrado lo ajeno.

 

Si consideramos que quien las dice es una mujer que puede ser considerada adelantada de su tiempo, incómoda con tener que resignarse al tedio de las tardes de bordado de un matrimonio común; es lícito elevar tal arraigo de regionalismo a un sentimiento más o menos generalizado, más aún si se tiene en cuenta que constituyen un insulto a otro “santandereano” que tan sólo se ha ausentado unos años de su tierra. Así las cosas, es posible concluir que 50 años después, y tras 20 de cambiado el régimen e iniciada La Regeneración, algo de las ideas expresadas por Manuel Murillo Toro durante la experiencia federal seguía vigente en el diario vivir de los  bumangueses que describe Elisa Mújica.

 

Pero la novela parece no  bastarse a sí misma con proponer una representación política de los tiempos de la Guerra de los Mil Días y sus antecedentes hasta la primera mitad del siglo XIX. También sugiere en sus páginas la imagen de la provincia, que se va dibujando con sus recuas de mulas cargadas de panela, las mujeres alisando tabaco en los fabriquines y los hacendados abusando de la ignorancia de los peones para recortar sus jornales y seducir sus mujeres. Entretanto, las compañías itinerantes de teatro traían a la ciudad costumbres venidas de otras tierras, bellas mujeres lusitanas que amenazaban la estabilidad del orden moral y tentaban a los hombres de bien a la perdición.  

 

Complementariamente, al margen de la guerra y los partidos, desde que María Corazón siendo soltera quedó embarazada de un militar de las huestes de Bolívar  Catalina es una historia sucesiva de familias disfuncionales nacidas de matrimonios por conveniencia, con hijos habidos por fuera que se recibían sin protesta pero sin beneplácito; de  amantes taciturnos y herencias negadas. Es decir, de una sociedad pacata que a la hora en que Catalina recibía a sus contertulios asomaba los ojos de su doble moral por las ventanas; quizás  para expiar en ella un pecado del que nadie estaba lo suficientemente libre como para tirar la primera piedra.

 

 

Pero no obstante la guerra, la transición hacia el siglo XX no fue sólo un inventario de pesares, y así lo consigna la novela. Algo así como un débil contagio de la belle epoque  europea alcanzó a viciar de fe en el progreso a algunos compatriotas ilustres y optimistas.  Es el caso de Ricardo Gómez, promotor de tertulias para discutir a Nietzsche y fiel convencido de la profunda e inminente transformación de la sociedad gracias a la expansión de los presupuestos del liberalismo inglés. Para los menos idealistas -como Samuel Figueroa- las primitivas exploraciones de petróleo eran las que auguraban un nuevo siglo lleno de riquezas y progreso, reflejo de la industrialización que caracterizó al país en los albores de aquella  centuria.   

 

 

Finalmente, existe otra razón para pensar en Catalina como una novela histórica, y además precursora.   Quince años antes  de que Pedro Gómez Valderrama narrara los pormenores de la inmigración alemana a Santander y el conflicto resultante generado con el movimiento de artesanos Culebra pico de oro, y cinco antes de que Gabriel García Márquez relatara muy a su estilo lo sucedido en la mítica masacre de las bananeras, Elisa Mújica hizo lo propio con la mención de la matanza de alemanes en Bucaramanga a manos de los artesanos, un hecho de aquellos que insisten en esfumarse para la historia, en mimetizarse y permanecer como un recuerdo vago en la memoria colectiva, como una agenda oculta de la que nadie quiere hablar, con esa escasa diferenciación entre lo fabuloso y lo histórico.  Justamente en ese limbo se sitúa el  recuerdo que tiene Catalina: nuestra ciudad pequeña y blanca, reco­gida entre las palmeras, encerraba un enigma.  

 

Quizás muchos expertos estén en desacuerdo conmigo, tal vez considerar histórica esta novela no pase de ser una ingenua pretensión, pero es que en mi lectura muchas veces la voz narradora de  Catalina me evocó un pasado que no es de ella, que pareciera tomarlo prestado a la historia misma, una especie de infancia nacional con la delgada voz de la conciencia histórica en un  siglo que apenas despertaba:

 

Entre mil ruidos ninguno decía tanto para nosotros como el del rastrillar de los cascos contra el empedrado. En alguna forma nos hablaba del abuelo Tomás, de las guerras interminables que duraron casi un siglo, de toda la historia del país escrita en nuestra sangre. 

TENÍA NOMBRE DE CIUDAD

Ya no recuerdo muy bien, pero su piel era de ese tono indeciso entre lo  mestizo y lo mulato, pues como ella misma; resistía a dejarse definir con facilidad. Quizá  trescientos años atrás habría sido fácil catalogar ese color enigmático como salto atrás, tente en el aire o algo así, pero esos tiempos pasaron hace rato para la gracia  de los hombres.  Yo prefiero recordarlo como el color del abeto curado de  los buenos violines; a lo mejor su olor - lo recuerdo aún menos-  también evocaba una madera oscura cortada en buen tiempo y  trabajada por la mano sabia de un ebanista ya con canas.  Era fácil imaginar sus pezones oscuros y pequeños, además de turgentes como los percibí bajo su camiseta en las escasas tardes de frío que se dieron durante el tiempo en que la conocí;  tan fácil como imaginársela en la ducha, con  ese contraste entre su piel de madera lustrada y la espuma blanca del jabón de olor y bajo  ese temblor que produce el agua helada, sobre todo a las mujeres que se bañan con derroche de paciencia como supongo  lo haría ella los días en que al cabello le tocaba el turno.

Mientras fue niña -me lo contó un día-   su espejo de cuerpo entero detrás de la puerta de la habitación fue un amigo  cómplice, pero cuando se hizo mujercita,  sus formas se tornearon y  sus caderas tomaron la redondez del nido que los prejuicios hicieron en su psique; entonces  ni ella misma se soportaba y el espejo se le antojó antipático cuando en realidad seguía siendo el mismo aliado  rutinario   detrás de la puerta y con la  incondicionalidad  de siempre.

Durante unos buenos años -sus curvas ya maduras- fue el único que la conoció desnuda pues como los buenos violines, temía caer en manos torpes, sin el virtuosismo y la cadencia necesarios para hacer  brotar de su piel la composición que se escucharía del delirio si el delirio fuera música. Que lástima, ignoraba que hasta la madera  después de terminada necesita temple, aprender a soportar las cuerdas tensadas en el punto justo y la ligera vibración del arco que se desliza magistralmente; ignoraba que aún la mano diestra del maestro hiere la quietud del diapasón que no ha sido estrenado.

Un día soñó que le era concedida la extraña cualidad de ver en el espejo no a quien siempre había visto sino a quien veían en ella los ojos ajenos, esos que dictaban las raras galanterías o los vulgares piropos que escuchó a su paso por la calle los sábados por la tarde; acaso  los míos que arbitrariamente la transmutaban en  figura de ciprés torneado. El sueño no resultó en absoluto desalentador, ni en  concierto  con lo que sus propios  ojos observaban después del ritual diario de la ducha.  Muy al contrario se gustó a sí misma hasta el punto de la  mortificación, del  qué me pasa, y despertó con una sonrisa de reconciliación cubriendo su aliento amargo de la mañana.

Desde ese día portó  sus caderas con el orgullo de quien se ufana de la posesión de lo que desean otros,  moviéndolas de un lado a otro con premeditado vaivén, y dejó que su negro cabello  descansara  fastuoso en su hombro como antes de ser cortadas las crines que arrancan acompasados acordes si son las del arco en manos de un maestro.  Desde entonces supo que mis ojos, como en el sueño, la veían con la mirada que tiene el  niño de la calle que en invierno mira el abrigo a través de la vitrina.

Hace muchos años  que no la veo, ni sé ahora mismo dónde esté, pero anoche soñé con ella: desnuda y con sus pezones  color de madera curada me daba un concierto de violín. Casi no la reconozco en la penumbra, quizá  no era ella sino su alma. Ahora que recuerdo, tenía nombre de ciudad.