lunes, 18 de enero de 2010

AVATAR 3D: Mucho más que taquilla.

Si la fantasía tiene un grado de lujuria, de embriaguez, de alucinación, ese grado se llama avatar en 3D. Verla es como entrar en un mundo lleno de bestias prehistóricas y de simbología primitiva, pero con la luz y el color de los nudibranquios y cierto aire a videojuego. En ella todo es superlativo y pone a prueba la imaginación del espectador. Y todo es todo: la fotografía, la representación de cada uno de los monstruos y los árboles, la maldad, la avaricia, la parafernalia de la guerra, todo. Hay cosas predecibles, claro, como en todo lo que sale de Hollywood, pero resultan minucias frente al derroche de efectos y de todo lo que visualmente deslumbra. Después de verla, se entiende su éxito en taquilla.

Y en el fondo la trama no es que sea tan original. Salvo los ajustes que da el tránsito de cinco siglos de tecnología, la historia es parecida a la conquista de los territorios de ultramar en el siglo XVI. Un mineral que enciende locamente la avaricia de los conquistadores, que tienen, por un lado, la superioridad militar de la pólvora y armas de largo alcance frente a las flechas de los nativos. Un desprecio absoluto por la cultura y magia de los dueños ancestrales del territorio; por otro, una ciega obstinación con aquello de que el fin justifica los medios. ¿Quién dice que los despectivos comentarios del jefe militar Miles Quaritch no los hizo antes Francisco Pizarro o Hernán Cortés? Y más aún, ¿es diferente la tragedia de los Na’vi a la de muchos de nuestros pueblos amazónicos, asentados donde las trasnacionales han puesto sus ojos? En fin, la lógica del capitalismo y de la vida militar parece haber cambiado solamente en la forma, pero no en el fondo, solo que ahora las compañías son más poderosas que los Estados.

Lo que es realmente magistral es la forma de combinar todos los elementos del guion y de la creatividad audiovisual en una sola película. Mejor dicho, James Cameron no inventó los pterodáctilos, pero se atrevió a domesticarlos, aunque sí inventó el cruce entre el rinoceronte y el pez martillo, o el del colibrí y el caballito de ajedrez, y eso es meritorio. Tampoco se inventó las medusas, pero las sacó del mar y las volvió señal divina. Ni se inventó la borla de pelos de la cola de las vacas, pero le puso pelos táctiles al estilo de los estambres y creó una hermosísima metáfora visual del vínculo. Tampoco se inventó que una historia de amor transversal en el relato es una fórmula que nos gusta y que funciona, ¿o quién se imagina Titanic sin el romance entre Di Caprio y Kate Winslet?

Su ficción es, como la de todo el cine, en fin y al cabo, predictiva. Quizás pronto así sean los monitores que usemos, y hasta los militares tengan esos power rangers gigantes para meterse dentro y dar rienda suelta a toda la agresividad que les corre por las venas. Pero también quizás el grito desesperado de los ecologistas sea aplastado por el interés de la bota y la caja registradora, como le pasó al de los Omaticaya.

En fin, Avatar es un mundo de sorpresas y de posibilidades a futuro. En palabras de su director, no se parece a nada que hayamos visto antes. No sabemos si estemos frente a un fenómeno cinematográfico tipo Star Wars o James Bond; todo es posible, pero yo prefiero pensar que Avatar no termina aquí. Sin embargo, más que seguidores, Avatar tendría que ayudar a despertar aquella mística en la relación con la tierra y la naturaleza que desde hace mucho hemos venido perdiendo. Eso valdría más que los millones de dólares recaudados en taquilla.

Así, pues es un deber histórico ir a verla, porque tiene al menos seis verdades contundentes:

1. La lógica del capitalismo es la avaricia.
2. La lógica militar es la brutalidad, aunque ellos le llamen “inteligencia”.
3. Las posibilidades del cine son casi infinitas.
4. James Cameron es un maestro.
5. La lealtad humana, como la carne, es débil.
6. El amor siempre será una posibilidad de redención.