lunes, 14 de febrero de 2011

Gramalote: una historia para no olvidar

Algo que estoy seguro contaré a mis nietos es la curiosa y desafortunada historia de la destrucción de Gramalote. A unos les tocó Pompeya, a otros la noche triste de Tenochtitlán. A nuestros abuelos la guerra de los mil días, a nuestros padres la llegada del primer carro a sus pueblos y la farsa del viaje del hombre a la luna. A nosotros, además de casi todo un congreso de la república en la cárcel, la toma del palacio y otras cosas, nos tocó presenciar algo que no deja de parecer sacado de la literatura de ficción: un terremoto en cámara lenta.

Todo el pueblo se vino abajo pero no hubo siquiera un muerto, y tampoco heridos. La única muerte se produjo una semana después de la evacuación en uno de los albergues de damnificados, y fue la de una señora de 80 años que sufrió un infarto y no pudo ser atendida oportunamente. Caramba, por mucho menos que perder el pueblo donde se ha vivido toda una vida se muere la gente de infarto. Hoy mismo he leído la noticia de un chico de 13 años que murió de lo mismo en plena clase de educación física. Así que a la señora, de la que ningún medio mencionó su nombre, se le perdona haber dañado el cero de la cifra de los muertos. Dondequiera que esté debería agradecer a su inteligente corazón que le evitó, a sus ochenta años, el dolor de terminar viviendo sus últimos meses en un albergue. Ocho días fueron más que suficiente.

Ella, conservadora como todos los gramaloteros, debió ser de las que recordó la maldición del cura, (como la que casi todo pueblo tiene y se rememora en momentos de desgracia), más no la advertencia que en 1935 hicieron los geólogos que construían la carretera a Ocaña: Gramalote había sido construido sobre una falla geológica que en algún momento pasaría cuenta de cobro a sus habitantes. Cobro a una cuenta que fue creciendo con la tala, la erosión, y demás antecedentes de los desastres mal llamados naturales.
Quienes se quedaron han tenido que pasar la vergüenza e incomodidad de lo que significa vivir en un albergue, resistir la profunda decepción de ver que lo que no les quitó el lento terremoto se lo ganaron los saqueadores, y mantener la ilusión de una reconstrucción que tiene visos de promesa de consejo comunal.

Cada quien sacó lo que pudo en una evacuación que comenzó el 17 de diciembre después de la misa y al día siguiente prácticamente había terminado. No sorprende que en un pueblo tan conservador como Gramalote no fuera el alcalde, ni el comandante de policía, ni el director del hospital (quien ese mismo día atendió el último parto) quienes convencieran a sus habitantes de la urgencia de evacuar, sino el cura. Debió ser él mismo quien le dio prioridad a la estatua de Laureano Gómez en los helicópteros que adelantaban la evacuación. Pero aquellas cosas que no le pertenecen a nadie y sin embargo son de todos, como el archivo de la parroquia o de la notaría, las actas del concejo municipal ¿habrán tenido doliente en el fragor de la urgente evacuación? ¿Cómo fue la evacuación de los colegios, del convento? Muchas preguntas quedan en el aire.

Ojalá que no sea Laureano Gómez con la mano en alto y en actitud proselitista el único vestigio que les permita a los gramaloteros conservar algo de su memoria, y la mano de las instituciones y la mirada de muchas disciplinas se vuelva hacia quienes merecen tener una tercera oportunidad, pues la segunda fue la lenta velocidad del terremoto y la oportuna advertencia del cura. Dios lo bendiga padre.