viernes, 13 de abril de 2012

La corrección de estilo y la escritura creativa ¿senderos que se bifurcan?

Confesémonos, los correctores de textos amamos el lenguaje escrito casi sobre todas las cosas, solo que es un amor trágico, patológico, con cierta dosis de perfeccionismo neurótico. Que si la tilde, que si la coma, que si el género o el número, que el conector, el adjetivo o la incoherencia entre el sujeto y el verbo. En fin, innumerables consideraciones técnicas hacemos cada vez que tenemos el texto en nuestras manos, además de las conjeturas propias de ensayar a tantear la subjetividad particular de cada autor y estimar el método preciso para no herir su amor propio al momento de mostrarle la mancha roja en la que se ha convertido su amado texto. No es para menos cuando consideramos el amplio espectro que abarca la corrección, es decir, la sintaxis, la gramática, la ortografía, además de los aspectos tipográficos, morfológicos, estilísticos y lexicales. Ante un juicio tan agudo es normal que el grueso de los textos producidos por una sociedad con una cultura escrita pobre como la nuestra salga mal librado. Confesémonos, la posición del corrector es cómoda: esperar a que otro escriba, a que otro haga la tarea creativa para decir, no sin cierta vanidad “yo lo habría hecho mejor, habría puesto una coma aquí, un punto allá, una tilde acullá”. Pero pocas veces nos ponemos del otro extremo, rara vez exponemos el pellejo al ojo crítico del otro. De corrector pasamos fácilmente a la entelequia narcisa de ser incorregibles, y nada más lejano a la verdad que eso. Incluso alguna vez —¿o aún?— soñamos con ser escritores. Quizás varios cuentos de nuestra autoría reposan en algún cajón, o en alguna carpeta del computador que lleva, además, al menos un par de años sin ser abierta. El amor por la palabra escrita impide que mintamos al respecto y, sin embargo, la práctica diaria de la corrección de composiciones que van de lo malo a lo perverso, por un lado, da sentido social a este oficio —a cuyos practicantes alguien se refirió algún día en términos de basuriegos del idioma—, pero, por el otro, va minando nuestra capacidad creativa, como si alimentara una desesperanza creciente y aprendida al respecto de la calidad “ideal” de un texto. Confesos ahora en nuestro pecado, ¿qué hacer entonces?, ¿estamos ante un divorcio inevitable o existe, por el contrario, la posibilidad de hacer de la escritura y la corrección caminos convergentes? Un ejemplo esperanzador es comprobar que buenos escritores de hoy fueron correctores ayer, así como buenos editores también lo fueron y lo siguen siendo, aunque eso no signifique que la corrección tenga que ser necesariamente una estación de paso. Pero si de no dejar morir la escritura creativa se trata, el único camino posible es cultivarla, ojalá a diario. En cualquier caso, aquellos que se convirtieron en escritores, más allá de que en un principio se ganaran la vida atendiendo mesas o corrigiendo textos, al tiempo que hacían su obligatorio trabajo, escribían con la disciplina propia del deportista que quiere llegar lejos. Así que si corregimos 30, 50 o 70 páginas diariamente, ¿por qué no hacer una pausa al final, apurar un café y escribir al menos un par de ellas?