lunes, 20 de abril de 2015

Diatriba contra los smartphones

(Por estos días, en los que cada semana salen dos o tres nuevos teléfonos al mercado, viene bien una retrospectiva al respecto de cuánto han cambiado estos aparaticos) Hace dos años, por estos días, caí en la tentación de pasarme del lado de los usuarios de smartphone. Antes de dejarme crear la necesidad de un teléfono diferente, de creer que mi flecha de siempre ya no era suficiente, de dar el salto de la mula al jet; duré, como la mayoría de colombianos, quince años con teléfono convencional. Lo más lejos que había llegado era a tener pantalla a color y una camarita que era parecida a mi anterior mujer, es decir, de baja fidelidad. Me demoré un poco más que muchos en hacer esa transición, quizás porque considero que desde su invención el teléfono ha sido una manera excepcional de irrumpir en la privacidad de alguien, de ser inoportuno, y nunca ha sido de mis afectos. De hecho, con toda esta revolución que ha tenido el uso del teléfono, estoy convencido de que llegó el momento de empezar a repensar su nombre, pues la carga semántica que tiene, con hondas raíces en la etimología, se extravió por el camino. Veamos: tele significa lejos y fono significa voz, es decir es un aparato que nos permite escuchar la voz del que está lejos, de la misma manera que el telégrafo nos permitía escribir y nos permite aún hoy ver el telescopio, es decir: desde lejos. Pero ahora no es ni tele ni fono, y alrededor de una mesa de juntas uno puede ver a los ahí sentados, en un acto de grosería infame, chatear con el vecino a propósito de lo aburrida de la presentación o el mal gusto del orador para las corbatas, de modo que ni voz ni desde lejos. En fin, ya montado entonces en mi android, en este par de años año han desfilado por él quizás un centenar de aplicaciones, casi siempre alentado en buen modo por mi hijo de siete años. Algunas han estado instaladas por unos minutos, otras por unas horas o unos días, y de todas ellas apenas tres o cuatro sobreviven. Empecé por bajarle a mi hijo el clásico Talking Tom, de puro simpático que me parecía el gato remedador, pero terminó perdiendo su simpatía y hartándonos a todos en cuestión de pocos días. No sé cómo harán para trabajar quienes llevan en su Smartphone el Facebook, el Twitter, el Linkedin, el What’s app, el Gtalk, Viber, Tango, Line, Skype y cuanto servicio hay para no gastar un mísero minuto y para que la gente los encuentre e importune de cualquier modo, por cualquier camino, porque cada vez es menos posible no estar disponible, tener verdadera vida privada. No sé cómo hacen para administrar todo eso y trabajar, tener un matrimonio y mirar a los hijos a los ojos, pues yo con el What’s app tengo suficiente sonsonete. Solo con el What´s app tengo que confesar que me he visto como el protagonista de esa incómoda escena de dos en una mesa, en la que en vez de conversar, cada uno está pendiente del chat. Por cierto, me llevó diez años limpiar el correo de los molestos remitentes de cadenas estúpidas que amenazaban con el cierre de Hotmail o con años de mala suerte a quien no reenviara, con correos que invitaban a reenviar para salvar la vida de una niña anónima en El Salvador o que predicaban el evangelio; y apenas lo logré empezaron a llegar por el What’s app las mismas pendejadas. Dice el refrán que el que tiene pal’ whisky tiene pal’ hielo, pero no es raro ver que quienes invirtieron el salario de tres meses o totearon su tarjeta de crédito a 24 cuotas e hicieron fila a medianoche para ser de los primeros en tener el último, no pocas veces timbran para que se les devuelva la llamada o soban todo el día chateando porque sí y porque no. Y no es que lo tengan en prepago, sino que su plan es de 20 minutos mensuales y un terabyte de navegación para tanta pendejada, datos que además jamás consumirán, entre otras cosas, por el otro gran defecto que tienen estos aparaticos. No nos digamos mentiras, no hay quien no extrañe la batería de su flecha: cuatro días con una sola carga. El usuario de Smartphone, en cambio, debe hacer malabares para que el teléfono le llegue vivo a las nueve de la noche, y para ello debe llevar cargador en su carro, batería externa o mendigar por la oficina quién le preste un cargador “de los blanquitos”. ¿Y porqué tanto consumo? Porque ya nada se hace sin una app. Las hay para todo, para llevar el embarazo, la regla, la crianza, para contar calorías, conseguir amantes, jugar, pintar, consultar el saldo, hacer sopas de letras, en fin. Casi nada de ello es necesario, pero si uno tiene olfato de reciclador en Play Store o App store, puede encontrar entre tanta basura algo que le sirva para coger un taxi con seguridad, tener un nivel de burbuja o cualquier cosa útil por el estilo. En cualquier caso, lo mejor de la vida está por fuera del Smartphone, así que creo que volveré a mi flecha, que me da más libertad. Al cabo la aplicación que más valoro, la única que no desinstalaría por nada del mundo, es la de la linternita.

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