Encontrar una novela como Ursúa, la primera novela de William Ospina, debe resultar doblemente esperanzador para cualquier lector medianamente juicioso. Esperanzador por que constituye una propuesta estética diferente dentro de la nueva generación de escritores colombianos y doblemente por que lo es para la literatura y la historia al mismo tiempo. Cuando uno de los personajes más apasionantes dice que escribe en sus cuadernos sólo para no olvidar, por que él recuerda sólo lo que se convierte en palabras, queda la duda flotando entrelíneas de si la expresión pertenece al personaje o es una confesión del autor que se cuela, un pequeño lapsus como dijera Freud.
El resultado de su incursión en un género que tiene sus particularidades estilísticas es un texto realmente mágico, capaz de conjugar de manera extraordinaria el registro de la crónica de los conquistadores con una prosa fluida que demuestra una elaboración poética de excelente factura, enmarcadas en una geografía exuberante, agresiva, realmente viva. Su probada trayectoria en la poesía y el ensayo contribuye sin duda a la madurez narrativa de este primer texto que no deja de ser, en todo caso, su novela de aprendizaje, si bien un escritor jamás deja de aprender su oficio, de moler y rehacer en cada elaboración.
Aunque lleva como título el apellido de un conquistador, la novela es ambiciosa en la narración de un proceso de conquista complejo, riquísimo en personajes y sucesos, en paisajes y desplazamientos de campaña, en nombres de españoles y nativos, en toponímicos que familiarizan con un territorio presente y ancestral, casi eterno, que susurra a cada momento a oídos del lector una ligera conciencia de origen, una identidad que se gesta en un espacio natural tácitamente sabido y una época que va mucho más atrás de aquella que conocemos como heroica y definitiva, saturada a la fuerza de próceres y uniformes que pretenden gestar el punto cero de nuestra historia y nuestra identidad nacional.
Pedro de Ursúa, entonces, que hasta antes de la aparición de la novela no pasaba de ser conocido entre nosotros como el fundador de Pamplona y ya -a secas-, circula por el texto no sólo como un personaje en momentos enigmático y contradictorio, profundamente humano en su tentación por el poder, conocedor de la gloria y protagonista del fracaso, sino como un elemento integrador, transversal, en donde convergen de alguna manera ya por aquellos giros azarosos de la historia, ya por la fuerza del rumor en aquel siglo XVI; todos los demás personajes, incluso aquellos de segundo orden que la historia olvidó por completo.
Entonces, como guiado de la mano por la voz del narrador, Ursúa va pasando por la vida de los demás personajes como el hilo por entre las perlas que más tarde se llamarán collar. Por eso lo encontramos en Cartagena, después en Santa Fe, mas tarde en las Campañas del Sur, luego en la Sierra Nevada e incluso en el Perú. Y en ese trasegar, con él se van topando Pedro de Armendáriz, Robledo, Lope de Aguirre, Juan de Castellanos, Pedro La Gasca, Andrés López de Galarza, Pérez de Quesada, Ambrosio Alfínger, Belalcázar y un inventario extenso de otros protagonistas de la época. No significa, claro está, que uno y otros se encontraran por doquier, que ahora Las Indias resulten una vereda en donde a cada recodo del camino se van saludando las gentes venidas de lejos, otrora compañeros en Navarra o alguna otra provincia española; son sus historias las que se van tejiendo en una hermosa urdimbre, las que se van encontrando en algún punto de ese trémulo tejido de causas y fatalidades. No se trata de que Ursúa haya sido el alma y nervio de la conquista sino de la configuración del personaje, de la perspectiva desde dónde se cuenta la historia.
Como el bolero, la novela está escrita con sangre en vez de tinta, los indios van cayendo decapitados, emperrados, mutilados por la espada o estampillados por un tiro de arcabuz, mientras los ejércitos de la conquista sufren ya las feroces flechas disparadas casi por la selva misma, o las fiebres que enloquecen o los insectos y las fieras del trópico. No podría ser de otra manera. Es verdad que las traiciones políticas y militares abundan incluso entre quienes se dicen del mismo bando, pero la novela no se deja aplastar por el peso de la leyenda negra, evita ese maniqueísmo malicioso que aún hoy nos hace ver nuestra conflictiva realidad como un asunto de buenos y malos, y reivindica tanto a unos como a otros en un eclecticismo que sorprende.
Por fortuna el texto de Ospina aunque narra hechos acaecidos no tiene esa molesta pretensión de verdad que el rigor histórico suele imponer a los historiadores al más alto precio: su imaginación.
Es una novela y como tal hay que leerla para disfrutarla, para no sentirse molesto con las imágenes que es capaz de generar, con el olor de la sangre que casi salpica cuando Ursúa mata por primera vez; para poder sufrir y angustiarse con el protagonista, para acechar con el indio y dolerse con su patria, que es la nuestra. Y para aprender con delicia que en aquella época la tarde se demoraba en las iguanas de Magangué, que los asnos podían volar y las mariposas revoloteaban en las fauces abiertas de los caimanes dormidos de Ambalema.
Y claro, para no dejarse tentar por el oro, como muchos.
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