miércoles, 10 de diciembre de 2008

CATALINA BAJO SOSPECHA

Apenas en las primeras páginas de Catalina viene al encuentro del lector un símil tan bello como desgarrador que define muy bien lo que fue nuestro siglo XIX: el cansancio acumulado por tantas guerras era como un temible viejo sentado encima de nosotros, oprimiéndonos los huesos. Enseguida, sólo unas pocas líneas más abajo, aparece la mención de la batalla de Palonegro y con ella entonces el derecho legítimo del lector a sospechar ¿podrá ser Catalina una novela histórica?

 

Más allá del debate que podría generarse en torno al interrogante, lo cierto es que el texto permite una lectura historizante, desde la cual produce mucho más sentido pues ofrece una imagen casi especular  de la sociedad de la época a la luz de los documentos históricos. Al menos es claramente una novela en la que el pasado es importante para los personajes, y lo es de manera trascendente para la protagonista, quien recurre repetidamente a la mención de sus ancestros y busca explicaciones a su propia realidad a partir de sus pasados familiar y político, que a veces se traslapan y  vienen a ser la misma cosa. Incluso en ocasiones la voz de Catalina parece hablar a título de  la historia misma; por ejemplo cuando se queja:

 

Mis problemas se volvían más insolubles, como si los de la patria se le juntaran

 

 

Podría decirse que el texto esboza una  historia política, no sólo porque narra la participación de algunos de sus personajes en la Guerra de los Mil Días, sino por que se remite al paso del Libertador por Bucaramanga en 1828, que le llevó marido a María Corazón, la abuela de Catalina Aguirre. Se trata justamente de la época en se debatían las ideas que más tarde dieron origen a los Partidos Liberal y Conservador, días en que el país afrontaba con dificultad la  decisión de su futuro político ante la posibilidad de múltiples caminos.   Esa  dualidad que polarizó el país es una constante a través de todo el relato, su huella es tan profunda que muestra incluso de qué manera la pertenencia a uno u otro Partido permeaba los inocentes juegos infantiles de las niñas en el colegio, convirtiéndose para las recién llegadas en un rito de iniciación que determinaba su nivel de aceptación o rechazo.

 

De la misma manera la relación con sus padres pareciera, si no estar determinada,  por lo menos ser un indicio simbólico  del poder determinante que tenía la membresía a uno de los dos bandos en las relaciones sociales e incluso familiares. Al respecto la apreciación de Catalina sobre la filiación política de su madre, con quien jamás pudo llevar una buena relación, es lapidaria: Si mi madre era conservadora, nos traicionaba. No en vano su segundo marido, después de muerto el padre de Catalina, habrá de ser justamente el jefe del Partido Conservador Miguel Albornoz, quien junto a los demás personajes parece sacado más de la historia que de la literatura.

 

La descripción de Samuel Figueroa, por ejemplo, egresado del Rosario y perteneciente a una familia otrora rica y ahora venida a menos, corresponde fielmente a la situación de ruina de las familias de comerciantes y cafeteros liberales que precedió a la Guerra de los Mil Días. Así como es sabido que desde 1878 los liberales habían perdido el poder y, excluidos de los negocios públicos, se habían dedicado al comercio y a las exportaciones de café; la  filiación liberal de Samuel no deja sombra de duda al punto que evoca al general Vargas Santos en la dirección de la más cruenta batalla no sólo de aquella guerra, sino de toda la historia del país: El día de la batalla de palonegro [Samuel] no pensaba en nada distinto de dirigir los movimientos de los hombres que el general Uribe había puesto bajo sus órdenes.

 

 

Por otra parte,  el gran tamaño del problema de la construcción del Estado y de la Nación en Colombia también queda expresado aquí con mucha claridad. Retrocedamos un poco.  En 1825, exactamente el 18 de Septiembre, Rufino José Cuervo publicó en la editorial del primer número de su Periódico La Miscelánea:

 

Declaramos: que nuestra patria  es la República de Colombia, y que todos los hombres cualquiera que sea el lugar de su nacimiento, son acreedores a nuestra consideración.

 

Con semejante manifiesto, Cuervo y los demás intelectuales que ejercían como editores del periódico declaraban su convicción profunda acerca de la unidad de la patria colombiana, a tan sólo poco más de un lustro de haberse consolidado definitivamente el movimiento independentista.  Sin embargo en Catalina  se hace  evidente desde la ficción que el proyecto nacional es un fracaso, muy a pesar de haber pasado casi un siglo desde la declaración aparecida en la publicación de aquel grupo de intelectuales.

 

En un país tan accidentado geográficamente, tan fragmentado por cordilleras y valles que se alternan en toda la amplitud del territorio nacional; y en un tiempo en que los desplazamientos constituían tareas titánicas en esfuerzo y demora, podía resultar comprensible – a pesar de los esfuerzos teóricos del liberalismo-  una expresión como la que Catalina, en un momento de rabia,  le esputó en la cara a Samuel, su marido:   

 

-         Cuando uno es forastero piensa así. Pero en Santander hasta el más pobre respeta como sagrado lo ajeno.

 

Si consideramos que quien las dice es una mujer que puede ser considerada adelantada de su tiempo, incómoda con tener que resignarse al tedio de las tardes de bordado de un matrimonio común; es lícito elevar tal arraigo de regionalismo a un sentimiento más o menos generalizado, más aún si se tiene en cuenta que constituyen un insulto a otro “santandereano” que tan sólo se ha ausentado unos años de su tierra. Así las cosas, es posible concluir que 50 años después, y tras 20 de cambiado el régimen e iniciada La Regeneración, algo de las ideas expresadas por Manuel Murillo Toro durante la experiencia federal seguía vigente en el diario vivir de los  bumangueses que describe Elisa Mújica.

 

Pero la novela parece no  bastarse a sí misma con proponer una representación política de los tiempos de la Guerra de los Mil Días y sus antecedentes hasta la primera mitad del siglo XIX. También sugiere en sus páginas la imagen de la provincia, que se va dibujando con sus recuas de mulas cargadas de panela, las mujeres alisando tabaco en los fabriquines y los hacendados abusando de la ignorancia de los peones para recortar sus jornales y seducir sus mujeres. Entretanto, las compañías itinerantes de teatro traían a la ciudad costumbres venidas de otras tierras, bellas mujeres lusitanas que amenazaban la estabilidad del orden moral y tentaban a los hombres de bien a la perdición.  

 

Complementariamente, al margen de la guerra y los partidos, desde que María Corazón siendo soltera quedó embarazada de un militar de las huestes de Bolívar  Catalina es una historia sucesiva de familias disfuncionales nacidas de matrimonios por conveniencia, con hijos habidos por fuera que se recibían sin protesta pero sin beneplácito; de  amantes taciturnos y herencias negadas. Es decir, de una sociedad pacata que a la hora en que Catalina recibía a sus contertulios asomaba los ojos de su doble moral por las ventanas; quizás  para expiar en ella un pecado del que nadie estaba lo suficientemente libre como para tirar la primera piedra.

 

 

Pero no obstante la guerra, la transición hacia el siglo XX no fue sólo un inventario de pesares, y así lo consigna la novela. Algo así como un débil contagio de la belle epoque  europea alcanzó a viciar de fe en el progreso a algunos compatriotas ilustres y optimistas.  Es el caso de Ricardo Gómez, promotor de tertulias para discutir a Nietzsche y fiel convencido de la profunda e inminente transformación de la sociedad gracias a la expansión de los presupuestos del liberalismo inglés. Para los menos idealistas -como Samuel Figueroa- las primitivas exploraciones de petróleo eran las que auguraban un nuevo siglo lleno de riquezas y progreso, reflejo de la industrialización que caracterizó al país en los albores de aquella  centuria.   

 

 

Finalmente, existe otra razón para pensar en Catalina como una novela histórica, y además precursora.   Quince años antes  de que Pedro Gómez Valderrama narrara los pormenores de la inmigración alemana a Santander y el conflicto resultante generado con el movimiento de artesanos Culebra pico de oro, y cinco antes de que Gabriel García Márquez relatara muy a su estilo lo sucedido en la mítica masacre de las bananeras, Elisa Mújica hizo lo propio con la mención de la matanza de alemanes en Bucaramanga a manos de los artesanos, un hecho de aquellos que insisten en esfumarse para la historia, en mimetizarse y permanecer como un recuerdo vago en la memoria colectiva, como una agenda oculta de la que nadie quiere hablar, con esa escasa diferenciación entre lo fabuloso y lo histórico.  Justamente en ese limbo se sitúa el  recuerdo que tiene Catalina: nuestra ciudad pequeña y blanca, reco­gida entre las palmeras, encerraba un enigma.  

 

Quizás muchos expertos estén en desacuerdo conmigo, tal vez considerar histórica esta novela no pase de ser una ingenua pretensión, pero es que en mi lectura muchas veces la voz narradora de  Catalina me evocó un pasado que no es de ella, que pareciera tomarlo prestado a la historia misma, una especie de infancia nacional con la delgada voz de la conciencia histórica en un  siglo que apenas despertaba:

 

Entre mil ruidos ninguno decía tanto para nosotros como el del rastrillar de los cascos contra el empedrado. En alguna forma nos hablaba del abuelo Tomás, de las guerras interminables que duraron casi un siglo, de toda la historia del país escrita en nuestra sangre. 

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