La búsqueda del paraíso terrenal y la casi certeza de haberlo hallado es uno de los temas recurrentes en las crónicas de los conquistadores y descubridores, desde el mismo Cristóbal Colón. Y no es para menos, pues el Nuevo Mundo se mostró a los ojos de los recién llegados con todas las características del edén perdido: hombres desnudos que no conocían hierros ni armas, ignorantes de pesos y medidas, sin libros, leyes, pecunia ni propiedad privada y una tierra pródiga en minerales y cosechas casi hasta lo sobrenatural. En otras palabras el mundo en su infancia: inocente e incorrupto. A partir de ésa primera visión, y de los primeros relatos de los indios emperifollados de oro, es comprensible aquel imaginario que creció constantemente y que completaría la imagen edénica perfecta: ciudades bienaventuradas tapizadas de oro y piedras preciosas y hasta una fuente que desterraría el dolor y la muerte y en cuya búsqueda se gastó la vida Fernando Ponce de León.
Recordemos que la vigencia de este tema en el siglo de los descubrimientos no sólo se debe a las disertaciones de filósofos y teólogos medievales como Santo Tomás de Aquino y San Agustín, o el renacentista Giovanni Pico della Mirandola, sino a las exploraciones de Marco Polo en el siglo XIII, que despertaron la curiosidad de Cristóbal Colón de llegar al Oriente, a
A Ursúa, la novela de William Ospina, en tanto que narra una parte de las campañas que constituyeron este proceso, le es imposible escapar de esa sombra del mito edénico, que se multiplica y se mimetiza y así; no es uno sino varios, que la voz del narrador enumera con nombre propio:
“Ese monstruo recorría los reinos, y nos hizo viajar por los años y descender al infierno buscando el mismo milagro al que cada expedición daba un nombre distinto: el oro rojo de las momias de Cuzco, las montañas de plata maciza, el extenso y perfumado país de la canela, la selva lujuriosa de las Amazonas, la ciudad de Cibola, que buscó entre la árida luz del desierto Cabeza de Vaca, la ciudad de los Siete Césares, cuya muralla inexistente consumió la existencia de muchos, la ciudad de las perlas, que era un cielo en la tierra y un infierno en el agua, el país de las tumbas de oro, la fuente de la eterna juventud de la isla florida, la ciudad de las esmeraldas que Ursúa intentó edificar bajo la verde sombra de mariposas y la siempre buscada y siempre escondida ciudad de El dorado”[2]
El mito edénico adquiere en Ursúa múltiples formas y nombres precisamente porque la novela pretende una narración totalizadora: la conquista de los Zenúes en lo que sería la gobernación de Santa Marta, la dominación de los Muiscas en el altiplano, las hazañas de Robledo y los desmanes de Benalcázar y los Pizarro en el sur; y hasta el ingreso de la expedición de los Welser en el Nuevo Reino de Granada por Maracaibo procedente de Venezuela. Para todos ellos siempre un edén perdido lleno de riquezas esperaba más adelante, quizás en el próximo recodo del camino.
Podría decirse además que en Ursúa la configuración de ese mito paradisíaco deviene por dos caminos diferentes: Uno, el inevitable, ese que es inherente a la historia de la conquista, al espacio y el tiempo narrados. Otro, el estético, que descansa en la idealización poética de la geografía que hace el narrador.
Ese paraíso perdido empezó a ser imaginado, en el caso del protagonista del relato, en plena adolescencia en su misma casa materna de Arizcún, Navarra, en la medida en que las referencias a tigres hambrientos y reptiles descomunales y una cordillera con ciudades laminadas de oro[3] le señalaban un destino de aventura que contrastaba con esa tierra ya domesticada, pintada de rebaños de ovejas sobre prados apacibles donde el futuro estaba casi predicho. Por el contrario, las indias eran el sinónimo de lo impredecible, de lo que justamente a lo largo del relato de Ospina va constituyendo para el héroe un destino fiero, bravío, indomable, aunque pareciera escrito ya en las páginas insondables de alguno de los tantos misterios que le torcieron a su antojo la suerte en su tránsito por las cuatro gobernaciones que recorrió más allá que nadie.
Aunque la trama de la novela es otra, no se pueden desprender las dos nociones de búsqueda de riquezas, que es la obsesión que cruza todo el relato, y la de encantadoras delicias, que se enlazan fácilmente en esos paisajes que permiten evocar la nostalgia del edén y que son iterativos a lo largo del relato. Uno de los recursos para la configuración de esa visión del paraíso en los personajes, es la enormidad, el uso de los superlativos, la monumentalidad de la naturaleza:
“No conocían aún las noches de la borrasca ni los amaneceres del fango, la fiebre y los mosquitos que reinan a la orilla del río; no presentían la enormidad de la avalancha ni el tributo de piedras de la creciente, la noche que multiplica los tigres y la selva que agrandan las chicharras, los árboles corteza de gusanos las columnas inmensas y leñosas de la selva donde el sol se tropieza, ni las nubes de loros, ni los ramales enloquecidos de monos diminutos, ni los llanos empedrados de cráneos”.[4]
Además de esa exhuberancia paisajística, del bestiario que incluye hombres cubiertos de plumas que hablaban con los peces de los lagos y que se transformaban en tigres[5], monstruos de varias cabezas que arruinaban pueblos enteros[6] y serpientes cuya testa triangular era tan grande como la cabeza de un potro[7] , algunas imágenes en la novela dejan de lado esta zoología fantástica y evocan momentos fundacionales o primigenios. Por ejemplo, la imagen de Ursúa desnudo en un mundo desconocido después del incendio en medio de la helada noche de la sabana, recién llegado a Santafé[8]; o el incendio de Cartagena en círculos concéntricos de fuego, así como el ascenso de Ursúa a la sierra nevada, dónde percibió una ciudad viva, que sentía venir a los viajeros, que distinguía entre los pasos de los habitantes y los de desconocidos.[9] Si bien no es una ciudad de oro, ese paisaje elevado y casi inaccesible donde se hallaba engastada como un joya bajada del mismo cielo, coincide con una de las mas antiguas tradiciones de Israel que sitúan el paraíso terrenal en un lugar empinado y escarpado, de difícil acceso. Algunas de las razones que empoderaron esta tradición, son la cualidad espiritual que un sitio así le otorga y necesidad de esta condición para haberse salvado del diluvio universal[10]. El mismo fray Bartolomé de Las Casas asentía con esta tradición, aunque guardando la mesura en términos de altura:
“Nadie puede naturalmente determinarlo, y por eso, lo que debe tenerse como cierto es que su altura será tanta cuánto sea necesario para la buena y saludable habitación de los hombres. Esto es, que en él la templanza del aire, sería tal como para que allí se viviese de manera deleitable, sin extremos de frío, de calor y tanta la salubridad, que las cosas no pudiesen corromperse o se descompusieran fácilmente”[11]
La imagen del incendio, aunque no corresponde a la narración de momentos idílicos en el relato ni pretende evocar el carácter fabuloso del Nuevo Mundo, también concuerda con otra de las tradiciones que han pretendido definir el paraíso; la de Tertuliano y Lactancio, que utilizaba el fuego como medio de aislamiento para que ningún ser corpóreo pudiera entrar en él.[12] En fin y al cabo, después de expulsados Adán y Eva del edén, el Señor puso querubines al Oriente y una espada flamígera alrededor para custodiar el acceso al árbol del Bien y del Mal.
Ahora bien, existe una imagen ya clásica del paraíso terrenal, y es la de la amistad entre todos los animales de la naturaleza. Y aunque no es América precisamente el lugar de la ausencia de fieras, y no es Ursúa precisamente un relato de hechos amistosos, no deja por ello de estar presente. Se trata del mundo mágico de Z’bali, la bellísima amante indígena de Ursúa. En él, cuando homenajeaban a su cacique, los muchachos desnudos se pintaban los cuerpos de colores y se cubrían de plumas, y al empezar a danzar se iban transformando en jaguares y en dantas, en caimanes y en toches, en cachamas y en serpientes, de modo que uno iba sintiendo que alrededor del gran señor el mundo entero cantaba y rugía, aleteaba y se deslizaba. Estaba segura de haber visto saltar al tigre rugiendo y al gavilán graznando, de haber visto a todos los animales, aún los más feroces, amigos uno de otro, y vio pasar, decía, peces por el aire y anillos de serpientes volando en círculo alrededor del gran cacique de su país.[13]
Con el relato de Z’bali, el mito edénico trasciende las barreras de occidente y se mezcla, con zarpazos y aleteos como lo hicieron los dos amantes, con la necesidad de dar respuesta al problema del origen en los pueblos primitivos. Así, se comprueba en la novela que los elementos paradisíacos pertenecen tanto al cristianismo como al paganismo, al mundo material que buscaban los conquistadores como al intangible que daba sustento a la felicidad de los nativos.
Pero no es, por supuesto, Ursúa el único que alcanza esos escenarios americanos que conducen casi hasta el delirio. Alfínger, después de combatir con la tropa unida de guanes, cusamanes, chitareros y yariguíes, encontró el río de arenas de oro que permitía sentir que todas las batallas en el largo camino desde Coro, las tempestades y los desvelos, habían valido la pena. Esa asociación del río con el oro y además con gemas, -como las que Ursúa descubriría en la tierra de los Muzos- aparece nada menos que en la más originaria descripción del edén: el génesis[14].
Ahora bien, además de esos clásicos elementos indicativos de la proximidad del paraíso, como son la temperatura constante, los bosques frondosos, las aguas en abundancia, las frutas exquisitas y olorosas y las flores multicolores; hay uno más, que aunque no parece evocar felicidad, podría ser el único en confirmar que, en efecto, el paraíso estaba en América: el castigo.
En Ursúa la fatalidad es otro de los ingredientes transversales al relato, y que señala esa volubilidad de la voluntad humana frente a lo impredecible. Así las certezas de riqueza de casi todos los que al Nuevo Mundo llegaron se vieron truncadas aún en el último minuto, cuando lo impredecible parecía estar superado.
Dos hechos de la trama ilustran con gran particularidad este fatalismo: el rayo que cae en medio del padre Martín de Calatayud, Juan López de Archuleta, los hermanos Hernán Pérez de Quesada y Francisco Jiménez de Quesada, y el capitán Gonzalo Suárez de Rendón mientras jugaban cartas; dando a cada uno un tratamiento diferente, desde la electrocución hasta la incolumidad; con casi celestial sentido de justicia[15]. Otro, el naufragio en donde murieron Góngora, Galarza, Pedro de Heredia y Alonso Téllez, también cada uno su manera, cuando escapaban de América hacia España, y ya sobre la costa ibérica.[16] Ambos hechos, además, están unidos por algo en común: los primeros esperaban lo que los segundos trataban de evadir, y que puede ser considerado también un último elemento edénico: la impartición de justicia.
En efecto, la figura del juez de residencia, para el caso Miguel Díaz de Armendáriz, se hizo necesaria ante la certidumbre de la desobediencia de aquellos a quienes –como a la pareja primordial- había sido confiado el jardín por la autoridad mayor. Y algunos a quienes su vara señaló, unos vivos a través de la expatriación, otros muertos por la ejecución; fueron expulsados sin misericordia.
Como en el caso de los hombres, el punto cero de América para empezar a tener pasado, el momento de su inserción en la historia, es el mismo en que pierde la inocencia, en que extravía la ilusión, en que deja atrás la infancia de mundo: El Descubrimiento. Antes de él no hay memoria, ahora todo es presente y futuro, como lo argumenta la voz del narrador:
“Cuando uno viene de Europa, tiene la convicción de que la memoria está allá. Aquí todo surge y se disuelve como una niebla. Las ciudades desaparecen, la gente muere totalmente, las tempestades pasan y se borran, y donde se pudren los hombres no quedan inscripciones ni piedras”.[17]
Finalmente, Pedro de Ursúa, el que venció a los enemigos de cuatro gobernaciones, el que llegó hasta donde los demás no pudieron, el más valeroso y astuto, el que vivió para la guerra y recibió en cada batalla un anticipo de la muerte; allá en las postrimerías de su vida, en las reuniones a las que el Virrey del Perú nunca dejaba de invitarlo para escuchar sus historias, esquivaba ese pasado glorioso de victorias en el Nuevo Reino de Granada. Un recuerdo idílico lo perseguía:
“Ursúa prefería contar aventuras de viajes, hablar de caimanes y tigres, de tempestades por el río, historias de rayos y de naufragios, de dioses bestiales de piedra, de ciudades increíbles en las montañas y de un relámpago que no cesa jamás”[18]
[1] San Jerónimo, en su epístola CXXV, identifica el Pisón con el Ganges. Citado en: Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 216
[2] Ospina, William. Ursúa. Bogotá, alfaguara 2005. pág. 208-209
[3] Ibíd. Pág. 26-27
[4] Ospina. Op.cit. pág. 90
[5] Ibíd. Pág 42
[6] Ibíd. Pág. 167
[7] Ibíd. pág. 65
[8] Ibíd. Pág. 134
[9] Ibíd. Pág. 385
[10] Match, Howard. The other World. Pág. 145 citado en: Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 210.
[11] De las Casas, Bartolomé. Historia de las Indias. II. FCE. México 1951. Pág. 45
[12] Buarque de Holanda, Sergio. Visión del paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Biblioteca ayacucho. Caracas. 1987. pág. 210.
[13] Ospina. Op. Cit. Pág. 238
[14] Génesis, 2:11.
[15] Ospina. Op.cit. Pág. 96
[16] Ibíd. Pág. 427
[17] Ibíd. Pág. 452
[18] Ibíd. Pág. 469
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