Ya no recuerdo muy bien, pero su piel era de ese tono indeciso entre lo mestizo y lo mulato, pues como ella misma; resistía a dejarse definir con facilidad. Quizá trescientos años atrás habría sido fácil catalogar ese color enigmático como salto atrás, tente en el aire o algo así, pero esos tiempos pasaron hace rato para la gracia de los hombres. Yo prefiero recordarlo como el color del abeto curado de los buenos violines; a lo mejor su olor - lo recuerdo aún menos- también evocaba una madera oscura cortada en buen tiempo y trabajada por la mano sabia de un ebanista ya con canas. Era fácil imaginar sus pezones oscuros y pequeños, además de turgentes como los percibí bajo su camiseta en las escasas tardes de frío que se dieron durante el tiempo en que la conocí; tan fácil como imaginársela en la ducha, con ese contraste entre su piel de madera lustrada y la espuma blanca del jabón de olor y bajo ese temblor que produce el agua helada, sobre todo a las mujeres que se bañan con derroche de paciencia como supongo lo haría ella los días en que al cabello le tocaba el turno.
Mientras fue niña -me lo contó un día- su espejo de cuerpo entero detrás de la puerta de la habitación fue un amigo cómplice, pero cuando se hizo mujercita, sus formas se tornearon y sus caderas tomaron la redondez del nido que los prejuicios hicieron en su psique; entonces ni ella misma se soportaba y el espejo se le antojó antipático cuando en realidad seguía siendo el mismo aliado rutinario detrás de la puerta y con la incondicionalidad de siempre.
Durante unos buenos años -sus curvas ya maduras- fue el único que la conoció desnuda pues como los buenos violines, temía caer en manos torpes, sin el virtuosismo y la cadencia necesarios para hacer brotar de su piel la composición que se escucharía del delirio si el delirio fuera música. Que lástima, ignoraba que hasta la madera después de terminada necesita temple, aprender a soportar las cuerdas tensadas en el punto justo y la ligera vibración del arco que se desliza magistralmente; ignoraba que aún la mano diestra del maestro hiere la quietud del diapasón que no ha sido estrenado.
Un día soñó que le era concedida la extraña cualidad de ver en el espejo no a quien siempre había visto sino a quien veían en ella los ojos ajenos, esos que dictaban las raras galanterías o los vulgares piropos que escuchó a su paso por la calle los sábados por la tarde; acaso los míos que arbitrariamente la transmutaban en figura de ciprés torneado. El sueño no resultó en absoluto desalentador, ni en concierto con lo que sus propios ojos observaban después del ritual diario de la ducha. Muy al contrario se gustó a sí misma hasta el punto de la mortificación, del qué me pasa, y despertó con una sonrisa de reconciliación cubriendo su aliento amargo de la mañana.
Desde ese día portó sus caderas con el orgullo de quien se ufana de la posesión de lo que desean otros, moviéndolas de un lado a otro con premeditado vaivén, y dejó que su negro cabello descansara fastuoso en su hombro como antes de ser cortadas las crines que arrancan acompasados acordes si son las del arco en manos de un maestro. Desde entonces supo que mis ojos, como en el sueño, la veían con la mirada que tiene el niño de la calle que en invierno mira el abrigo a través de la vitrina.
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